viernes, 9 de diciembre de 2011

La increíble transformación de Bob Mathias

De niño enfermizo a superatleta. Y todo en unos pocos años. En el colegio no hacía deporte y necesitaba de constantes cuidados médicos; sin embargo, con 16 años ya destacaba como un versátil atleta escolar, y sin cumplir los 18 acudió a los Juegos de Londres donde conquistó, de manera sorprendente, la medalla de oro en decatlón. Cuatro años después (Helsinki´1952), repetiría título olímpico, confirmándose como uno de los atletas más completos del siglo XX. Pero su vida deparó otras muchas sorpresas: se retiró del deporte profesional con tan solo 22 años, y después fue militar, actor, político… Esta es la historia de la intensa vida de Robert (Bob) Mathias.

6 de agosto de 1948. Pasan unos minutos de las once de la noche -noche cerrada en Londres- cuando los pocos espectadores que aún aguantan en el estadio de Wembley siguen muy atentos las evoluciones de un jovencísimo y semidesconocido atleta norteamericano que está a punto de protagonizar una de las grandes sorpresas de aquellos Juegos Olímpicos. Los faros de una decena de automóviles alumbran a los competidores en la pista. Después de una larga y agotadora competición, endurecida aún más por la incesante lluvia, Bob Mathias, de 17 años, se mantiene al frente de la clasificación en la prueba de decatlón, la más dura de todo el calendario atlético, a falta tan sólo de la última carrera de 1.500 metros.
Con cara de adolescente en un musculado cuerpo de adulto, Mathias (1,86 metros; 80 kilos de peso) no las tiene todas consigo, ya que su ventaja es exigua respecto a sus dos máximos rivales, el francés Ignace Heinrich y su compañero de equipo Floyd Simmons. Todo depende de la última carrera… y el joven prodigio no falla. Acaba tercero en los 1.500 metros para totalizar 7.139 puntos, por 6.974 de Heinrich y 6.950 de Simmons. De esta manera, se convertía en el atleta más joven de la historia en ganar un oro olímpico, y además lo hacía en la modalidad más compleja, aquella que corona al atleta total, al que es capaz de destacar en todas las pruebas (carreras, saltos y lanzamientos) sin flojear en ninguna. “¿Cómo va a celebrar su victoria?”, le preguntó un periodista. “Sin duda alguna, comenzaré por afeitarme”, responde.
“¿De dónde ha salido? –se preguntaban muchos-. ¿Quién es este chico capaz de ganar en unos Juegos Olímpicos la especialidad más dura del programa atlético con apenas 17 años?” Su inexperiencia era tal que había perdido la prueba de lanzamiento de peso (y unos puntos valiosísimos) por desconocer que no podía salir fuera del circuito de lanzamiento. Eso no le impidió imponerse en la general final y salir coronado como el atleta más completo de aquellos Juegos.
Su historia resultaba todavía más sorprendente según se fueron desvelando detalles de su pasado. Y es que Robert Bruce Mathias –que este era su nombre completo- fue un niño delgaducho y débil, necesitado de constantes cuidados médicos y que apenas practicaba deporte en su colegio, donde era trompetista en una pequeña banda de música. Estamos pues ante uno de los más sorprendentes casos de transformación de la historia del deporte al pasar, en unos pocos años, de ser un niño endeble y enfermizo a uno de los atletas más completos del mundo. De aquella época de su vida poco se sabe, tan sólo que con 16 años su cuerpo ya había alcanzado un importante desarrollo físico y era un muy buen jugador de baloncesto. Y como atleta, a esa edad gana los 110 metros vallas y el lanzamiento de disco de los Campeonatos Escolares de su Estado.

Primeros éxitos
Poco después, tras una competición interescolar en la que gana varias pruebas, Virgil Jackson, entrenador de atletismo de su escuela, intenta convencerle de que empiece a entrenarse con él como decatleta… ¡pensando en los Juegos Olímpicos de Helsinki 1952! A partir de ahí, Bob Mathias inicia una progresión inaudita y muy pocas veces vista. Apenas tres meses después de empezar a entrenar con Jackson consiguió plaza para el equipo olímpico estadounidense, y otros tantos meses después conquistaría el oro en los Juegos. Tan sorprendente resulta esto como saber que antes de competir en Londres tan sólo había disputado dos pruebas combinadas en su vida. En la primera, a principios del mes de junio de ese 1948, ya logró unos resultados brillantes; en la segunda, en el campeonato nacional de Estados Unidos, los días 26 y 27 de ese mes, asombra a todos al hacer 7.224 puntos, que le valdrían para ser seleccionado para los Juegos de Londres. Lo que pasó en aquella cita olímpica ya es historia.
Robert Bruce Mathias nació el 17 de noviembre de 1930 en Tulare (California, Estados Unidos), siendo el segundo de los cuatro hijos que tuvieron Charles y Lillian Mathias. Como ya hemos comentado, fue un niño enfermizo y poco deportista. Sin embargo, a los 17 años se graduó en la High School de Tulare, tras haber completado una brillante trayectoria deportiva que le llevó, entre otros éxitos, a ganar el Campeonato Nacional de Decatlón. Meses después, conquistaría la medalla de oro olímpica en la prueba de decatlón. Estos éxitos le valieron para recibir el premio James E. Sullivan, concedido al mejor atleta aficionado de los Estados Unidos. Pero la repercusión de su triunfo en los Juegos fue mucho más allá; de repente, se había convertido en una estrella mundial del atletismo.
Tras aquel éxito olímpico pasó un curso en la Kiski School de Salstburg (Pensilvania), ganando de nuevo el Campeonato Nacional de Decatlón. En 1949 entra en la Universidad de Stanford, donde siguió destacando como un atleta completo, además de jugar durante dos temporadas al fútbol americano. Al año siguiente consigue su primer récord del mundo de decatlón y –por supuesto- gana de nuevo el campeonato nacional. Además, guió a su Universidad a participar en la Rose Bowl.
En 1952 conquista de nuevo la medalla de oro olímpica en la prueba del decatlón en los Juegos de Helsinki, y lo hace de una manera abrumadora, logrando 912 puntos de diferencia (la mayor conseguida en la historia del decatlón en unos Juegos), y de paso un nuevo récord olímpico y mundial en la especialidad. Era sin discusión el atleta más completo del momento, y fue recibido en su país como un héroe. Sin embargo, meses después, de manera sorprendente, decide retirarse de la alta competición. Como un soplo de aire fresco llegó al mundo del atletismo… y fugaz como el viento abandonó las pistas, con tan sólo 22 años, en la cima de su carrera, y sin un motivo aparente. Simplemente, inquieto por naturaleza, se disponía a iniciar una vida llena de nuevas actividades y retos que incluirían, entre otros, la vida militar, la política, el mundo de la interpretación y negocios varios.

Una vida intensa
Al año siguiente de su retirada se gradúa en Stanford y fue reclutado por el equipo de fútbol americano de los Washington Redskins, aunque nunca llegó a jugar en la National Football League. Por entonces, Bob Mathías era toda una celebridad sin haber llegado aún al cuarto de siglo de vida. Hasta tal punto era así, que en 1954 se estrenó una película sobre su vida (The Bob Mathias Story), en la cual intervenía él mismo junto a su esposa Melba, con quien tuvo tres hijas. Ese mismo año entra en el Cuerpo de Marines de los Estados Unidos, donde serviría durante un tiempo como oficial.
En los años 50, Bob Mathias intentó potenciar su faceta de actor, participando en varias películas y series de de televisión, y llegando a compartir pantalla con estrellas del momento como John Wayne, Jayne Mansfield o Victor Mature. Además de todo esto, en la segunda mitad de la década empieza a coquetear con el mundo de la política, visitando más de cuarenta países de todo el mundo como embajador de buena voluntad de su país. Metido ya de lleno en la política como miembro del Partido Republicano, sirvió en el Congreso norteamericano entre 1967 y 1975 en representación del estado de California. Y al año siguiente participó en la fallida campaña para la reelección a la Presidencia de los Estados Unidos de Gerard Ford, quien sería derrotado por el demócrata Jimmy Carter.
Entonces se retira de la política, para volver a trabajar en el mundo del deporte. En 1977 es nombrado por el Comité Olímpico de Estados Unidos director de un nuevo centro de entrenamiento en Colorado Spring, y en 1983 se convierte en el director ejecutivo de la National Fitness Foundation. Ya jubilado, le fue diagnosticado un cáncer de garganta, enfermedad contra la que luchó durante años y a causa de la cual fallecería en 2006, a los 76 años de edad. El hombre que asombrara al hombre siendo un adolescente, uno de los atletas más completos del siglo XX, fue enterrado en el cementerio de Tulare, la localidad que le vio nacer y en la que pasó la mayor parte de su vida. La historia de su increíble transformación deportiva será para siempre leyenda.

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lunes, 14 de noviembre de 2011

El gol 1.000 de O´Rei

No es fácil, sin duda, llegar a marcar 1.000 goles como profesional. De hecho, tan sólo hay dos futbolistas que hayan llegado a esta cifra legendaria, y los dos son brasileños. En 2007 lo logró Romario; casi cuatro décadas antes lo conseguía el, según muchos, mejor futbolista de la historia, Edson Arantes do Nascimento, Pelé. Puede parecer una anécdota, pero la consecución de aquel gol milenario paralizó durante días su país natal. Muy pronto, se cumplirán 42 años de uno de los tantos más deseados de la historia del fútbol. Así pasaron las cosas.


Un gol, tan sólo un gol. No significaba un gran título, ni un título menor; apenas valía una victoria como otra cualquiera. Podría haber sido simplemente uno de los muchos tantos que marcó a lo largo de su vida. Y sin embargo, representaba mucho más, como la historia se ha encargado de recordar. Suponía alcanzar un hito nunca antes logrado; suponía llegar a una cifra prodigiosa y casi irrepetible. Simbolizaba, en definitiva, la coronación absoluta del rey del fútbol mundial. O Rei Pelé para siempre. Y todo eso significaba tan sólo un gol.
El 14 de noviembre de 1969, el Santos se enfrenta a domicilio al Botafogo. El equipo peixe gana 0-3 y Pelé marca uno de los goles, el 999 de su carrera. El siguiente partido es en Salvador de Bahía, contra el equipo local, y la expectación que se genera en torno al posible tanto milenario es inmensa. Todo el mundo tiene un deseo: que Pelé consiga su objetivo. En medio de este clima de efervescencia, el portero titular del Bahía, Jurandir, se convierte en centro de atención mediática. “¿Sería para ti un honor recibir el gol 1.000 de Pelé o un momento amargo?”, le pregunta el reportero de una televisión local. “Sería un momento muy amargo”, declara con timidez, con la cabeza gacha, no acostumbrado a ser objeto de tanto interés.
Pelé aterriza en Salvador de Bahía lleno de confianza. 40.000 personas abarrotan el estadio Fonta Nova. En una jugada del partido, el 10 del Santos regatea a varios rivales y a Jurandir; al disparar a puerta, uno de los defensores locales, Nildo, despeja bajo palos evitando el gol. De manera sorprendente, el público empieza a abuchear a su jugador. Querían que aquel acontecimiento histórico sucediera en Bahía. “La jugada que hizo Pelé fue increíble. Regateó a todo el mundo, tocó el balón y salió corriendo, pero llegué yo y lo saqué –recordaría años después Nildo-. Luego Pelé se me acercó y me dijo: tú tienes personalidad”. El gol con el que O´Rei iba a dejar huella en la historia tendría que esperar.
La siguiente oportunidad la tendría el 19 de noviembre, día en el que el Santos se enfrentaba al Vasco da Gama en el majestuoso estadio de Maracaná, abarrotado con más 100.000 espectadores. La maldición parecía continuar: un disparo de Pelé al larguero, varias ocasiones y lanzamientos fallidos… Pero en el minuto 78 del partido, con 1-1 en el marcador, el árbitro Manuel Amaro pita penalti de un defensa del Vasco, Renê, sobre Pelé. Como el propio jugador explicaría años después, pese a haber ganado por aquel entonces dos Mundiales y haber lanzado decenas penaltis a lo largo de su carrera, sintió algo que nunca antes había sentido. Como si de la final de un gran campeonato se tratara, la atención y la presión eran máximas:Yo ya tenía mucha experiencia, pero aquel día, por primera vez, me temblaron las piernas en un campo de fútbol. Tenía miedo de no marcar .


Un momento para la historia
Frente a él, estaba el portero argentino Edgardo Gato Andrada. Le temblaban las piernas, pero se dirigió con decisión a la pelota. Disparó con fuerza al lado izquierdo de Andrada quien, pese a acertar la dirección del lanzamiento, no pudo detenerlo. O´Rei no falló. Y de repente, el delirio. “Pelé, 1.000 goles. Pelé, el mundo a sus pies”, gritaba enloquecido el locutor de la televisión brasileña. Eran las 23:11 horas en Brasil; Edson Arantes do Nascimento se había convertido en el primer futbolista milenario de la historia. Pelé corrió dentro de la portería a recoger la pelota y la besó de manera efusiva. En ese mismo instante, se paró el partido y el campo se llenó de periodistas, fotógrafos e hinchas, que alzaron a hombros a la gran estrella del fútbol mundial.
Tras 20 minutos de parón, se reanudó el encuentro; una vez finalizado (con victoria del Santos por 1-2), se puso una camiseta del equipo local con el número 1.000 y dio una vuelta olímpica al estadio. Minutos después, el Presidente del Vasco de Gama descubrió una placa conmemorativa por el histórico hecho que acababa de suceder. En la actualidad, todavía se puede ver en Maracaná esa placa. “¿Qué pensó tras marcar el penalti?”, le preguntaron los periodistas después del partido. “Pensé en Navidad; pensé en los niños –dijo-. Ahora que todos me están escuchando hago un llamamiento al mundo: ayuden a los niños pobres, ayuden a los desamparados. Esta es mi única petición en esta hora tan especial para mí”.
Fue un día especial para muchos; también para el Gato Andrada, quien entonces pensó que dejaría de ser conocido como un buen portero para ser recordado como el arquero que recibiera el gol milenario de O´Rei. Y algo de razón tendría, como la historia se ha encargado de demostrar. Y también especial fue para el árbitro, Manuel Amaro, quien guardó para el recuerdo el uniforme y la moneda que utilizara aquel día. “Estaba muy cerca de la jugada y pité penalti con total tranquilidad y honestidad - diría años después-. Pero reconozco que estaba deseando pasar a la historia como el árbitro que concedió el gol 1.000 de Pelé”.
Literalmente, Brasil se paralizó aquel 19 de noviembre ante lo que fue uno de los hitos más memorables de la exitosa carrera de Pelé… y no fueron pocos. El mejor futbolista del siglo XX, según la FIFA; el mejor deportista de ese siglo, según el COI; el mejor jugador de la historia para muchos, se retiró después de haber disputado más de 1.300 partidos, marcado 1.284 goles (760 en encuentros oficiales) y ganado tres Mundiales con Brasil (1958, 1962 y 1970). Cifras para la historia, impensables en el fútbol actual. Y la lista de éxitos que cosechó con el Santos –su equipo de toda la vida- es interminable: dos Copas Libertadores; dos Copas Intercontinentales; nueve Campeonatos Paulistas; seis Campeonatos Brasileños de Serie A; una Supercopa de Campeones Intercontinentales; una Recopa Sudamericana… Además, sigue siendo el máximo goleador de la selección de Brasil y del Santos.


La Perla negra
Técnica, potencia, regate, intuición, pegada… La Perla negra, como también se le conocía, era el futbolista total. “Si Pelé no hubiera nacido hombre, hubiera nacido pelota”, escribió en una ocasión el periodista brasileño Armando Nogueira. Decir Pelé es decir fútbol, es decir belleza y plasticidad sobre un terreno de juego. Una bestia de maneras sutiles. Un genio en cualquier caso. “Para mí, el fútbol siempre ha sido una pasión. Es una mezcla de juego, arte y religión”. Profundamente religioso, siempre se ha acordado de Dios a la hora de los agradecimientos.
Nacido el 23 de octubre de 1940 en Tres Coraçoes, en la provincia de Minas Gerais, el fútbol siempre formó parte de su universo particular. Su padre, Joao Ramos do Nascimento, Dondinho, había sido jugador del Fluminense FC y del Atlético Mineiro, aunque una grave lesión de rodilla le obligó a retirarse prematuramente. Siendo un crío, Dondinho le ponía frente a una pared a practicar el toque con el balón; primero con una pierna, después con la otra, y así durante horas. A los siete años entró en equipo llamado Siete de Septiembre, pero el dinero en la familia no alcanzaba para comprarle unas zapatillas, así que jugaba descalzo, “a pie pelado”, como se decía por allí. Por eso, alguien le empezó a llamar Pelé, apodo que en un principio no le gustó. “Pensé que era un insulto, aunque luego descubrí que en hebreo significa milagro”, confesaría años después.
Edson Arantes pasó su infancia dando patadas a un balón, en un equipo tras otro, jugando un partido tras otro. A los 13 años, al llegar a las divisiones inferiores del Barquinho, conocería a una persona fundamental en su carrera deportiva: Waldermar de Brito, ex internacional brasileño y entrenador del primer equipo del club, quien pronto quedaría fascinado por la magia de su fútbol. “Este niño va a ser el mejor jugador del mundo”, les dijo a los directivos del equipo. Además de ayudarle a perfeccionar su juego, De Brito logró convencer a la madre de Pelé de que el chico debía abandonar su empleo en una fábrica de zapatos y dejar su casa para irse a jugar al Santos de Sao Paulo. Era un diamante en bruto.
El mito de O´Rei comenzó a forjarse cuando en el día de su debut en la Primera División brasileña, aun sin haber cumplido los 16 años, le marcó un gol al Corintians erigiéndose en la gran atracción y figura del partido. Ocurrió el 7 de septiembre de 1956. Hasta entonces, Pelé era muy conocido en el entorno paulista, pero no a nivel nacional. En los meses siguientes, su fama se multiplicaría a base de goles y actuaciones brillantes, como la que se marcó en un torneo disputado en Maracaná entre equipos brasileños y europeos (Flamengo, Sao Paulo, Beleneses, Dinamo de Zagreb…). Marcó seis goles en cuatro partidos y encandiló a todos, lo que le valió para ser convocado con la selección absoluta… ¡con tan sólo 16 años! Debutó con la canarinha el 7 julio de 1957 contra Argentina; Brasil perdió 2-1, pero Pelé marcó. Poseedor de un instinto innato para el gol, siempre fue una constante en su fútbol. De hecho, en un partido contra Botafogo, en 1964, llegó a marcar ocho goles en la victoria de Santos por 11-0.


Una vida de fútbol
En el Mundial de Suecia 1958, un jovencísimo Pelé (17 años) se consagra definitivamente pese a acudir lesionado a aquella cita, lo que le hizo perderse los primeros partidos. Pero sus actuaciones en cuartos de final ante Gales (marcando el estupendo gol de la victoria), semifinales ante Francia (5-2; tres goles) y especialmente en la final ante Suecia (5-2; las imágenes de sus dos goles, llenos de técnica y sutileza, ya han pasado a la historia de este deporte) le coronan como el mejor jugador del mundo pese a su edad. Y también inolvidable resultaría la imagen de un jovencísimo Pelé llorando en el hombro del portero Gilmar tras ganar el Mundial, el primero de los tres que lograría.
Y así pasaron los años y los goles, triunfos y títulos de O´Rei. Durante 18 temporadas permaneció fiel a los colores del Santos, club al que llevó a la cumbre del fútbol mundial a base de actuaciones descomunales. Fue prácticamente su único equipo, si exceptuamos su tardía aventura americana en el Cosmos de Nueva York, donde jugó dos temporadas (1975-77). Se había retirado del fútbol en octubre de 1974, con la idea de empezar una nueva vida; sin embargo, problemas económicos derivados de una mala inversión le forzaron a calzarse de nuevo las botas. En la extinta North American Soccer League (NASL), sin la presión de otras ligas más competitivas, dejó las últimas pincelas de su magia y ayudó a su equipo a ganar el título en 1977. A finales del año anterior había marcado el gol 1.250 de su carrera y recibió por tal motivo una bota con incrustaciones de oro.
El 1 de octubre de 1977, a pocos días de cumplir los 37 años, Edson Arantes do Nascimento, Pelé, se despidió definitivamente del fútbol ante 75.000 espectadores en un encuentro entre el Santos y el Cosmos, los dos únicos equipos en los que militó como profesional. Jugó un tiempo con cada uno; marcó para el Cosmos en la primera parte, pero no para el Santos. Ganaron 2-1 los norteamericanos. Era el final de la carrera de uno de los mejores deportistas de la historia, autor de unas cifras prodigiosas: 1.367 partidos jugados y 1.283 goles conseguidos.
Una vez retirado del fútbol, y convertido en todo un mito deportivo y social, Pelé fue actor de televisión e hizo sus pinitos como cantante. Fue nombrado Ciudadano del Mundo por la ONU, embajador de Buena Voluntad de UNICEF, Caballero de Honor del Imperio Británico, embajador de Educación, Ciencia y Cultura de la UNESCO, embajador para la Ecología y Medio Ambiente por la ONU, y ministro de Deportes de Brasil, entre otros muchos nombramientos y distinciones. Pelé lo ha sido todo en el mundo del deporte. Y resulta curioso que entre tantos goles, triunfos, títulos y momentos destacados de su vida, se recuerde sobremanera aquel gol, en apariencia insustancial, que marcara en el estadio de Maracaná el 19 de noviembre de 1969. Pero aquel fue, como ya hemos dicho, mucho más que un gol; fue un símbolo, el que llevaba a otra dimensión al (para muchos) más grande jugador de todos los tiempos. Milenario y eterno. Larga vida a O´Rei del fútbol.

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jueves, 11 de agosto de 2011

13 reglas, una cesta y un balón

Las canastas que valen títulos de Michael Jordan, los 100 puntos de Wilt Chamberlain, cualquiera de las asistencias cargadas de magia de Earving Magic Johnson, la serie de anillos de los Celtics de Auerbach, la voracidad anotadora de Drazen Petrovic… Son sólo unos pocos –muy pocos- de los momentos cumbres en la historia del baloncesto, deporte que nació de manera casual en diciembre de 1891. Y todo comenzó con una cesta de melocotones.


Sr. Stebbins, ¿tiene un par de cajas de madera de unas 18 pulgadas cuadradas?”. Cuando James Naismith le hizo esta petición al conserje de la escuela YMCA, en Springfield, no podía imaginar que se estaba gestando el que llegaría a ser uno de los deportes más practicados y seguidos en todo el mundo. “No, pero tengo un par de cestas de melocotones, si le sirven…" Efectivamente, habría de servirle, no tenía otra cosa. Naismith las clavó al balcón de madera que rodeaba el gimnasio de la escuela, cada una a un extremo de la sala, a una altura de 10 pies del suelo (3'05 metros), medida que ya nunca cambiaría. Luego, se dirigió a su despacho y mecanografió las 13 reglas básicas del juego que había estado ideando en las últimas semanas. Por último, colgó esos dos folios en un tablón del gimnasio, donde estaban a punto de llegar sus alumnos para la clase de Educación Física.

Aquel día tenía clase con los incorregibles, el aula más complicada del centro, un grupo de alumnos veteranos y resabiados difíciles de convencer. Frank Mahan, uno de líderes de aquella clase, fue el primero en aparecer. "¡Vaya! otro juego nuevo", exclamó con desdén al ver las reglas escritas y las cestas colgadas de los balcones. Cuando los 18 incorregibles llegaron al gimnasio, Naismith les pidió que se dividieran en dos equipos de nueve jugadores cada uno; les prometió que sería el último experimento. Eugene Libby y Duncan Patton fueron nombrados capitanes, les explicó las reglas, cogió un balón de fútbol y comenzó el partido. Los alumnos se mostraban desorientados y casi nadie estaba seguro de lo que debía hacer. Las normas dictaban que el jugador que cometiera una segunda falta sería expulsado y no podría jugar hasta que se anotara la siguiente canasta… y había tantas faltas que en ocasiones casi la mitad estaban fuera de la pista.

Pese a ciertas escenas de caos y desorden, los alumnos, con sus camisetas de manga corta y sus largos pantalones grises, disfrutaban con entusiasmo de este nuevo juego que no tenía ni nombre, como también lo hacían los demás estudiantes que abarrotaban el balcón de espectadores para ver aquel original partido. Una infinidad de tiros disparatados se mezclaban con alguna que otra canasta, que era celebrada con júbilo. “One goal”, gritaba Naismith cada vez que se encestaba. Entonces, Pop Stebbins debía subirse a la escalera para recoger la pelota dentro de aquellas cestas de melocotones. El experimento había sido un éxito. Incluso Mahan, escéptico aquella misma mañana, entendió que aquel no era un juego más, y pidió prestadas a su profesor las hojas con las reglas para estudiarlas a fondo.

¿Por qué no llamarlo Naismith ball? –le sugirió- usted es el inventor y así se le recordará siempre”. “No Frank, eso nunca”. “Pues entonces, señor, si tenemos un balón y un cesto… ¿por qué no llamarlo baloncesto?”. Aunque no ha quedado constancia escrita de la fecha, se cree que aquello ocurrió el 21 de diciembre de 1891, el día en que oficialmente nació el baloncesto. Antes de las vacaciones de Navidad de aquel año sólo hubo tiempo para un par de partidos más, pero fueron suficientes para demostrar que la invención de Naismith había triunfado. El 15 de enero de 1892, The Triangle, la revista oficial del YMCA, dio su visto bueno al juego y publicó las reglas y consejos de su creador, lo que provocó que la noticia viajara por todos los centros que la institución tenía repartidos por el mundo.



Entrenamiento bajo techo
Quince meses antes, en septiembre de 1890, James Naismith había comprado un billete de tren que le llevaría a Springfield, Massachussets. Había decidido unirse al proyecto de la escuela YMCA para trabajadores cristianos. La idea era hacer un curso de dos años para crear instructores que luego viajarían por el mundo difundiendo las ideas cristianas y sus conocimientos en temas de administración y educación física, la especialidad de nuestro protagonista. El Dr. Luther Halsey Gulick Jr, titulado en medicina pero un entusiasta del deporte, era el jefe de educación física de la escuela, y pronto quedó impresionado por su iniciativa y conocimientos en la materia. Fue él quien le pidió que inventara un nuevo juego para que los alumnos pudieran ejercitarse bajo techo. La petición del Dr. Gulick no era casual, ya que se había dado cuenta que, debido al intenso frío y la nieve del invierno en Springfield, los estudiantes no realizaban el entrenamiento físico durante estos meses, los que enlazaban la recién finalizada temporada de fútbol con la venidera de beisbol.

Tampoco lo fue la elección del destinatario de su petición. James Naismith, siempre inquieto, había diseñado meses atrás el que sería considerado el primer casco de la historia del fútbol americano. Durante días, reflexionó sobre variantes de deportes existentes, intentando sacar lo mejor y lo peor de cada uno. La premisa fundamental era que se pudiera jugar bajo techo y en espacios reducidos, y tenía claro que el balón debía ser el elemento central del mismo. Además, debía ser fácil de aprender, mostrar un equilibrio entre el ataque y la defensa, que la técnica y la precisión contaran más que la fuerza, y –fundamental- que no fuera agresivo. Para ello, no podía dejar correr a los jugadores con el balón en las manos, ya que esa sería la única forma de evitar el contacto físico.

Dos semanas después de haber recibido el encargo, presentaba a Gulick las líneas maestras de su nueva criatura. Su esencia era simple; se jugaría sólo con las manos y tendría como objetivo meter el balón en una cesta, que estaría a una cierta altura para primar la precisión. Pronto, este juego sería seguido con gran interés en todo Estados Unidos y en otros países gracias a la labor de difusión que llevaban a cabo los instructores de la escuela YMCA. Su práctica se extendió con una rapidez asombrosa, y fue perfeccionándose sobre la marcha, mientras se jugaba, teniendo en cuenta los comentarios y sugerencias de quienes lo practicaban. En 1894 se establece la línea de tiro libre; en 1895, el tablero; en 1897 se reglamentan cinco jugadores por equipo; en 1904 se define el tamaño de la cancha… Sin duda, el baloncesto necesitaba algo más que las 13 reglas que Naismith había colgado en un tablón del gimnasio de Springfield.



Una infancia marcada por la tragedia
Nacido el 6 de noviembre de 1861, James fue el segundo hijo de John Naismith y Margaret Young, pertenecientes ambos a clanes escoceses que habían desembarcado en Canadá tras las guerras napoleónicas. En una granja de Almonte, un pequeño pueblo de Canadá, vendría al mundo nuestro protagonista. Allí, en plena naturaleza, rodeados de grandiosos bosques, en un ambiente de crueles inviernos y cortos veranos, se criarían James y sus dos hermanos, Annie y Robert. Pero la vida nunca fue fácil para los Naismith-Young. En julio de 1870, el cabeza de familia subió en un carro a su mujer y a sus tres hijos y puso rumbo hacia Grand Calumet Island, a orillas del río Ottawa. Atraídos por las oportunidades de trabajo que ofrecía un nuevo aserradero, partieron en busca de una vida mejor; por el contrario, encontraron todo tipo de desgracias y penalidades. Primero recibieron la noticia de la muerte del abuelo Robert; después, un gran incendio convirtió el aserradero en cenizas. Los pocos ahorros que tenían se acabaron cuando una epidemia de tifus atacó las chabolas de Grand Calumet Island. John y Margaret cayeron enfermos y fallecieron unas semanas después.

Poco antes, William Young había ido a recoger a sus tres sobrinos; los niños jamás olvidarían la emotiva despedida de sus padres, ya gravemente enfermos. Margaret falleció el mismo día en que el pequeño James cumplía nueve años. Los tres hermanos se criaron con la abuela materna entre Almonte y Bennie's Corner, curtidos por los golpes de la vida, la estricta educación de su abuela y la dureza del entorno. A James no se le daban bien los estudios, pero destacaba entre el resto de los chicos en cualquier disciplina deportiva en que participara: patinaje sobre hielo, natación, carreras de canoa por los rápidos del Río Indian... Además, pasaba largos ratos en la parte trasera de la tienda del herrero jugando con sus amigos a Duck on the Rock, juego en el que una piedra se ponía encima de una roca grande y se tiraba otra con parábola para derribarla mientras la piedra tirada tenía que quedar encima de la roca. Dos décadas después, Naismith se inspiraría en la idea del tiro parabólico de Duck on the Rock para inventar un juego donde la técnica y la precisión eran más importantes que la fuerza.

A punto de cumplir los 15 años, deja el Instituto para unirse a los leñadores de los bosques de Québec, con quienes pasó cinco años antes de volver para terminar sus estudios, ya con 20. Deseaba contentar a su tío Meter, quien quería que fuera un buen pastor presbiteriano. El director del Instituto de Almonte le facilitó la labor y le dio clases extras; así, pudo terminar en sólo dos años y lograr el acceso a la Universidad. En 1881 ingresa en la Universidad McGill en Montreal, donde de nuevo da muestras de unas sobresalientes cualidades atléticas y de un gran interés por todo tipo de deportes: rugby (modalidad que practicó con éxito durante años), lacrosse, lucha, beisbol… Muchos días entrenaba a las seis de la mañana, incluso con temperaturas bajo cero en invierno. Concluyó sus estudios universitarios con éxito en 1887.

Cuando en el verano de 1889 falleció el veterano profesor de educación física de la Universidad McGill, Frederick Barnjum, el puesto le fue ofrecido a un sorprendido Naismith. Sin duda, se enfrentaba a una misión de gran responsabilidad: reemplazar a uno de los especialistas más carismáticos de todo Canadá. Poco después de iniciar su labor como profesor de educación física terminaría los estudios de teología, aunque para entonces ya tenía claro que su futuro no sería como clérigo. "Me di cuenta que había más maneras de hacer el bien que rezar", escribiría años después. También para entonces había entablado amistad con Daniel Andrew Budge, director de la Asociación de Jóvenes Cristianos (YMCA). Después vendría su viaje a Springfield y la invención del baloncesto, el deporte que le daría la fama.



Una vida austera
Pese al éxito del baloncesto, Naismith siguió con su vida austera y cuando decidió abandonar Sprigfield, en 1895, simplemente se llevó algunas traducciones de las reglas del baloncesto que le habían enviado desde distintas partes del mundo. No recibió ningún puesto de prestigio, ningún honor, ni siquiera la tarea de coordinar las numerosas reglas que iban surgiendo, a modo de sugerencias, desde todos los rincones del país. Después de inventar este deporte, pareció dejar que fueran otros (en un primer momento el Dr. Gulick) quienes controlaran su desarrollo; él centraría sus esfuerzos a partir de entonces en el mundo de la medicina.

Un año antes a su marcha, James había conocido a Maude Sherman, como no, en una cancha de baloncesto. Con ella se casaría el 20 de junio de 1894, y con ella y con su hija recién nacida viajaría a Denver en 1895 para matricularse en la Facultad de Medicina de la Escuela Gross; su principal interés se centraba en el campo de las lesiones deportivas. Durante tres años, compaginaría sus estudios con su trabajo como director del YMCA local. En 1898 recibiría su título de medicina con una nota de sobresaliente pero -al igual que ocurrió con la teología- nunca llegaría a ejercer la profesión. Por el contrario, se dedicaría durante décadas al entrenamiento cultural y deportivo, su verdadera pasión. Incluso entrenó durante 14 años al equipo de baloncesto que formó en la Universidad de Kansas, aunque sus resultados como entrenador del deporte que había inventado no pasaron de mediocres.

Inquieto por naturaleza, James Naismith no paró de estudiar y de enseñar durante toda su vida, además de involucrarse en numerosos proyectos sociales. Tuvo cinco hijos con Maude -quien se había quedado sorda a causa del tifus-, y pasados los 50 se alistó en la Guardia Nacional, como capellán, siendo enviado con los militares estadounidenses a luchar contra los rebeldes de Pancho Villa. Durante la Primera Guerra Mundial, fue enviado a Europa con el encargo de organizar pasatiempos para los militares estadounidenses en el frente y de darles conferencias sobre los riesgos del sexo promiscuo. Al finalizar el conflicto bélico regresó a su hogar en Lawrence (Kansas) donde continuó con su trabajo y con su vida, no sin ciertas dificultades económicas.

En 1935, mientras Estados Unidos se recuperaba de la Gran Depresión, un septuagenario Naismith recibió desde el viejo continente una buena noticia: el baloncesto iba a ser deporte olímpico en los Juegos de Berlín. Sin embargo, la alegría no fue completa: no podría asistir debido a sus escasos recursos económicos. Al enterarse Phog Allen, el entrenador que le sucedió en Kansas, puso en marcha una campaña para recaudar fondos para pagarle el viaje a Berlín. Bajo el nombre de "Las Noches de Naismith", se recaudaba un céntimo de dólar de cada entrada de los campeonatos universitarios de aquel año. En julio de 1936, profundamente emocionado, James Naismith realizaba en la capital germana el saque de honor del primer partido olímpico de la historia del baloncesto. Aquel juego que inventara 44 años antes para que sus alumnos pudiesen ejercitarse en los fríos días de invierno, era ya uno de los deportes más practicados y seguidos en todo el mundo. Con esa satisfacción moriría, de un derrame cerebral, tres años después. Su obra, sin embargo, será siempre eterna.

P.D: Los dos folios con las 13 reglas originales del baloncesto que mecanografió James Naismith el 21 de diciembre de 1891 se conservan todavía, y fueron vendidas en subasta recientemente (diciembre de 2010), por 4,3 millones de dólares.



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lunes, 30 de mayo de 2011

Emil Zatopek: la locomotora humana

Conocido como “la locomotora humana”, el checo Emil Zatopek ha pasado a la historia como uno de los mejores atletas de fondo de todos los tiempos. Cinco medallas olímpicas (cuatro de oro y una de plata), 18 récords del mundo, tres oros en Europeos y 261 victorias en las 334 carreras que disputó, configuran un palmarés de ensueño. Pero además, fue durante buena parte de su vida rehén de un régimen totalitario que le utilizó como imagen y símbolo.


Transcurría el kilómetro 20 de la prueba cuando, algo confuso, se giró hacia sus rivales y les dijo: “Yo no entiende de maratón pero, ¿no estamos corriendo demasiado lento?” Tras no encontrar respuesta, aceleró el ritmo y se marchó en solitario en busca de la línea de meta. En el momento de su entrada al estadio los espectadores, puestos en pie, aclamaron entusiasmados su proeza. Era la primera vez que corría un maratón y aquella victoria, con récord olímpico incluido (2h 23:04), significaba la culminación de una hazaña que le encumbró para siempre a la leyenda del atletismo: el triplete olímpico (5.000, 10.000 y maratón) en Helsinki 1952.

“Ese Zatopek corrió como con un péndulo sobre su pescuezo, su lengua carmesí pendía fuera, como si realmente lo estuvieran estrangulando”, escribió un periodista que cubría aquellos Juegos. Efectivamente, su manera de correr era extraña, con un estilo desgarbado, agónico, con la boca abierta y el rostro desencajado, como si tuviera un cuchillo clavado en el pecho, como si su cuerpo se fuera a desvencijar en cualquier momento… Pero era casi invencible. El secreto de su éxito residía en un entrenamiento durísimo, con volúmenes e intensidades descomunales para aquel entonces. En el punto álgido de su trayectoria deportiva, corría 800 kilómetros mensuales (unos 27 diarios).

Su manera de entrenar fue toda una revolución para la época e incluso creó su propia metodología (el entrenamiento interválico), que en un primer momento le generó bastantes críticas. En vez de largos rodajes, hacía numerosas repeticiones de distancias cortas –entre 200 y 400 metros- a muy alta intensidad y con breves pausas de recuperación, en las que seguía corriendo a menor ritmo. Esto le permitió mejorar rápidamente su velocidad y resistencia. “¿Por qué habría de entrenar corriendo a ritmo lento? Ya sé correr a ritmo lento. Debo aprender a correr a ritmo rápido”, decía. Además, entrenaba a menudo calzado con botas militares y peso en los pies; así, la competición le parecería luego un descanso.

De carácter humilde y reservado, Zatopek destacó siempre por su inmenso afán de superación y su amor a este deporte. “Un atleta no puede correr con dinero en sus bolsillos. Ha de hacerlo con esperanza en el corazón y sueños en su cabeza”, llegó a decir. Con esta actitud se ganó el cariño de un público que le adoraba y le aclamaba sin cesar en las carreras. Fue un pionero del atletismo, un adelantado de su tiempo, “un atleta valiente como no ha existido otro”, según el mediofondista español José Luis González… ¿El mejor fondista de la historia? Muchos especialistas no tienen duda de ello.



Atleta por accidente
Nacido el 19 de septiembre de 1922 en Koprivnice (Checoslovaquia), era el sexto de siete hermanos de una humilde familia obrera. A los 16 años empezó a trabajar en la fábrica de calzados Bata, gracias a la cual, y de manera absolutamente casual, se inició en el mundo del atletismo. Bata patrocinaba cada año una carrera en la que los jóvenes del pueblo estaban casi obligados a participar. Así, en 1940, con 18 años, no tuvo más remedio que correr y ante su sorpresa (nunca había realizado entrenamiento alguno) quedó segundo, lo que le animó a participar en otras carreras. “La gente me aplaudió y eso me gustó. Desde entonces empecé a acudir a las sesiones de entrenamiento”, recordaría años después.

Sus primeras carreras, sus primeros éxitos en el atletismo, tendrían lugar en una Checoslovaquia ocupada por las tropas alemanas en plena Segunda Guerra Mundial. En aquella época, un joven Emil –un chico tranquilo y callado- trabajaba en la fábrica, asistía a clases de química, echaba una mano a su padre en el huerto familiar que les daba de comer, y corría en sus ratos libres. En 1945, con el país ya liberado de la ocupación alemana y la Guerra tocando a su fin (poco después llegaría el régimen comunista), se alista en el Ejército checoslovaco para seguir la carrera militar, en la que alcanzaría el grado de coronel.

Durante estos años, con una inquebrantable disciplina, cumplía sus obligaciones como militar durante el día y entrenaba por las noches, alumbrándose con una linterna eléctrica. Calzado siempre con sus inconfundibles zapatillas de cuero rojas que le seguían proporcionando –de espaldas a su patrón- sus antiguos compañeros de la fábrica, Zatopek ya poseía por aquel entonces los récords nacionales de 2.000, 3.000, 5.000 y 10.000 metros, y era sin discusión el mejor atleta nacional.

Sin embargo, no se dio a conocer en el atletismo internacional hasta 1946 durante los Campeonatos de Europa de Oslo, donde fue quinto en los 5.000 metros. Dos años más tarde, en los Juegos Olímpicos de Londres, empezó a forjar su leyenda, al lograr la medalla de oro en 10.000 metros -con récord olímpico incluido- y plata en los 5.000. A estos éxitos le siguieron, en el periodo de entre Juegos, numerosos récords del mundo en todas las distancias posibles del fondo (10.000 metros, diez millas, 20 kms, récord de la hora y 30 kms) además de dos medallas de oro en los campeonatos de Europa de Bruselas´1950.



Hazaña olímpica
Pero es en los Juegos Olímpicos de Helsinki´1952 donde se corona como el rey del atletismo mundial, al enfrentarse –y salir victorioso- a un reto sobrehumano que nadie antes había intentado y nadie se ha atrevido a intentar después: disputar en apenas una semana los 5.000, 10.000 y el maratón, distancia que no había disputado nunca antes y por la que pronto sentiría auténtica fascinación: “Si quieres correr, corre una milla. Si quieres experimentar una vida diferente, corre un maratón”, diría poco después. Vence en las tres pruebas, estableciendo el récord olímpico en todas ellas y el récord mundial en las dos primeras.

La final de los 5.000 metros (conocida como la carrera del siglo) fue especialmente emocionante por la resistencia del alemán Herbert Schade, el francés Alain Mimoun y el británico Chataway. La última vuelta al estadio de “La locomotora humana” fue una síntesis de su manera de entender el atletismo: “correr rápido y correr durante más tiempo”. Haciendo un sprint salvaje de casi 300 metros, martilleando el suelo una y otra vez, adelantó y tomó ventaja respecto a sus rivales, mientras el público puesto en pie coreaba: “Za-to-pek!, ¡Za-to-pek!”. Se dio la curiosa circunstancia de que en la capital finlandesa su mujer, Dana Zatopkova, también subió a lo más alto del podio olímpico, al vencer en la prueba de lanzamiento de jabalina. Tras los Juegos, Emil es nombrado teniente coronel del ejército checo.

En sus años victoriosos, pasa a ser símbolo e imagen del régimen comunista de su país, que le utiliza como “arma de propaganda”, que controla y limita sus movimientos y viajes al extranjero, que le espía y distorsiona sus declaraciones. Emil –humilde, tranquilo- se limita a aguantar, sonreir… y seguir corriendo. Traga y aguanta porque correr daba sentido a su vida, y a su vez –rehén del sistema político- era lo que se la robaba. Zatopek era invitado a competiciones atléticas por todo el mundo, pero el régimen comunista, ante el temor de que pudiera desertar, le deniega todas las salidas: sólo competirá en campeonatos oficiales y bajo estricta vigilancia.



Un hombre de principios
A mediados de los 50 su cuerpo se empieza a resentir –en forma de lesiones- de tantos años de extenuante esfuerzo. Esto no le impide, sin embargo, batir sus dos últimos récords del mundo en 1955, el de las 15 millas y el de los 25 kilómetros. Tras unos meses de parón, vuelve de nuevo a las pistas en los Juegos Olímpicos de Melbourne´1956, pero la edad y las lesiones que arrastraba le impidieron codearse con los mejores, terminando sexto en la prueba de maratón. Su decadencia deportiva era ya un hecho; pero él no deja de correr y sonreir. Incluso en la época de las derrotas frecuentes no dejaría de hacerlo ni de tener una buena palabra para todos. En 1958, se despide definitivamente del atletismo en las pistas de Guipúzcoa, en el Cross Internacional de Lasarte, dejando tras de sí una estela imborrable de éxitos.

Tras su retirada, Zatopek demostró que además de un gran campeón era un hombre de principios, lo que le generó numerosos problemas. Se consideraba un patriota liberal y jamás comulgó con el dominio de la URSS sobre Checoslovaquia. En 1968 –coincidiendo con la “Primavera de Praga”- rechazó abiertamente la ocupación de su país por parte de las tropas soviéticas y la imposición del comunismo duro, y apoyó al reformista Dubcek, partidario de más libertad para el pueblo y de un socialismo más humano. Estas críticas trajeron consigo un destierro y un castigo. Le costaron su cargo en las Fuerzas Armadas, y el empleo y el coche con los que el gobierno agasajaba a sus deportistas; le costaron, en definitiva, el cómodo estilo de vida que se había ganado a pulso tras años de sacrificio.

Fue inmediatamente destituido de su cargo en el Ministerio, expulsado del Ejército, separado del partido, y enviado a trabajar en una mina de uranio en Jáchymov, al noroeste del país, en un ambiente insalubre. Además, se le prohibiría residir en Praga. Así aguantaría seis duros años, sin levantar la voz, pese a todo sin dejar de sonreir. Después sería “ascendido” y convertido en basurero, pasando a recorrer las calles de Praga con un camión y una escoba. Cada vez que era reconocido en la calle la gente le ovacionaba y ayudaba en su tarea de limpieza. Jamás un basurero fue tan aclamado; seguía siendo un héroe del pueblo. Así que rápidamente, y visto lo surrealista de la situación, el régimen decide apartarle de ese puesto y enviarle a cavar agujeros para colocar postes telegráficos. Finalmente, tras obligarle a firmar un papel reconociendo su error por apoyar a las fuerzas contrarrevolucionarias, Emil acabaría trabajando como archivista en un sótano del Centro de Información de Deportes.

Con el paso de los años y los cambios en la situación política, Zatopek volvió a tener el trato y la consideración que nunca debió perder. En 1997 la asociación de atletismo La Zapatilla de Oro le nombró “Mejor Atleta checo del Siglo”, y un año después el presidente checo le otorgó la “Orden del León Blanco”, máxima distinción en su país. Trabajador infatigable, durante los últimos años de su vida trabajó como profesor de Educación Física, y mantuvo su cargo en el ejército de la República Checa hasta su fallecimiento, a los 78 años de edad, a consecuencia de un derrame cerebral. De esta forma, se acababa una vida llena de dignidad, generosidad y amor a este deporte.


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jueves, 28 de abril de 2011

El gigante de las piernas de alambre

Con sus 231 centímetros de estatura ha sido, junto al rumano George Muresan, el jugador más alto de la historia de la NBA. Extremadamente delgado (apenas pesaba 90 kilos), las piernas de Manute Bol parecían finos alambres a punto de quebrarse. Tras sufrir mil y un avatares en pos del sueño americano, logró hacerse un hueco en la mejor liga de baloncesto del mundo. Consiguió fama, dinero y el cariño de todos, especialmente en su Sudán natal, país por el que luchó hasta los últimos días de su intensa y sorprendente vida. Pero el destino no fue benévolo con él, y murió joven, enfermo y arruinado.


A mediados de los años 80 la fotografía de un peculiar jugador de baloncesto dio la vuelta al mundo. Era la imagen de un chico de color con la camiseta número 10 de la modesta Universidad de Bridgeport (Connecticut). Tenía cara de niño y era largo, muy largo, de cuerpo infinito, como no se había visto antes. En la imagen -la primera que podéis ver debajo de estas líneas- el chico, de nombre Manute Bol, originario de una tribu de Sudán, levanta sus brazos para, sin despegar los pies del suelo, llegar prácticamente a la altura del aro. Tras él, uno de los árbitros del encuentro da la auténtica perspectiva de su descomunal envergadura. Pero lo que más sorprendió fueron sus brazos y sus piernas, auténticos palillos, y lo escuálido de su cuerpo. La fotografía mostraba a un “fideo andante” sobre una cancha. Estábamos, posiblemente, ante la fisionomía más singular de la historia del baloncesto; parecía mentira que ese cuerpo pudiera jugar contra auténticas moles sin romperse en mil pedazos.

Meses después, el joven Manute aterrizaba por fin, tras un sinfín de avatares, en la mejor liga de baloncesto del mundo. Era el primer africano que lo conseguía. Su llegada a la NBA despertó el lógico interés de lo insólito. En octubre de 1985, en una de sus primeras comparecencias públicas, decenas de periodistas le asediaban y acribillaban a preguntas: “¿Le asusta el reto de enfrentarse a los mejores jugadores del mundo?”. “No me asusta nada –respondió con timidez-. Recuerdo que cuando era más joven tuve que cazar un león con mis propias manos”.

Estas declaraciones agrandaron su leyenda, y contribuyeron a aumentar la fascinación hacia su figura y su historia personal, la de un joven llegado de un mundo lejano y salvaje que triunfa en el país de las oportunidades. Años después, el propio Manute Bol matizaría y pondría en su verdadera dimensión aquel episodio. Según su narración posterior, cuando tenía 15 años, en una de sus jornadas a campo abierto con el ganado, una de las vacas fue devorada por un león, algo que le atemorizó; por eso, los días siguientes llevaría consigo una lanza. Una de esas mañanas, encontró al león durmiendo bajo unos arbustos; sigilosamente, se acercó y le arrojó la lanza con todas sus fuerzas, acabando con la vida de la bestia. El gigante sudanés reconocería que de no haber estado dormido el fiero animal, no se hubiera atrevido a enfrentarse a él.


Vida tribal y primeras canastas
Manute Bol nació en Turalei, aldea situada al sur de Sudán, oficialmente el 16 de octubre de 1962, aunque su verdadera fecha de nacimiento siempre fue un misterio ya que carecían de registro civil. Pertenecía a la tribu de los Dinka, la más alta del país; de hecho, se cuenta que su abuelo, Malouk Bol Chol, uno de los jefes tribales, medía 2,39 metros. Los dinkas, la etnia mayoritaria en el sur, era un pueblo muy primitivo en sus costumbres, un pueblo que carecía de leyes escritas, convertía a sus jefes en los únicos depositarios de la autoridad, y permitía la poligamia. Así, Bol Chol tenía cuarenta esposas, más de ochenta hijos y centenares de nietos, uno de los cuales, nuestro protagonista, heredaría su rasgo más distintivo: una estatura fuera de lo normal.

Manute creció en un entorno salvaje, en plena armonía con la naturaleza. La vida del pueblo dependía sobre todo del ganado vacuno, del trigo y de los cereales y él, como la mayoría de los jóvenes dinkas, se encargaba del cuidado de las vacas que les daban la leche y la carne con la que subsistían. Entre las costumbres de la tribu no se encontraba la de ir a la escuela, de ahí que nunca pisara un aula en Sudán. A punto de alcanzar la edad adulta su estatura rondaba ya los 2,31 metros; una altura tan descomunal que pronto llamaría la atención fuera de la burbuja de su aldea. Y entonces conocería un deporte que acabaría cambiando su vida.

Fue en 1979 cuando oyó hablar por primera vez del baloncesto. Uno de sus tíos, policía y residente en Wau, la ciudad más grande del sur del país, trató de convencerle de que viajara hasta allí para que probara con el equipo local, que participaba en la liga nacional. A Manute le sonó a broma lo de aquel juego y no viajó. Pero su destino ya estaba escrito y el baloncesto aparecía en él… y volvió a llamar a su puerta tan sólo unos meses después. Esta vez fue un primo suyo –uno de los tantísimos que tenía-, de nombre Joseph Victor Bol Bol, hombre de mundo, piloto de las líneas aéreas sudanesas y con contactos en varios clubes del país, quien le intentó convencer con argumentos más “poderosos”: le habló de los Estados Unidos, de dinero, de una posible vida como profesional... Esta vez sí, accedió y viajaron a Wau donde vio por primera vez en su vida un balón, una canasta y una cancha de aquel extraño deporte que llamaban baloncesto.

No fueron fáciles sus inicios en el mundo de la canasta. Uno de sus primeros días de entrenamiento, Victor Bol le pidió a su primo que machara el balón en la canasta. Al intentarlo, se partió los dientes contra el aro. No conocía ni los más elementales fundamentos de este deporte, pero tenía lo más importante, lo único que no se puede entrenar: la altura. Pese a aquel incidente, siguió entrenando hasta que Victor y otro primo suyo, Nyoul Makwag Bol, base de la selección de Sudán, le facilitaron los trámites para que pudiera jugar en el mismo equipo que éste, el Catholic Club de Jartum. Pese a sus evidentes lagunas técnicas, su enorme envergadura resultó de gran ayuda para conquistar el flojo campeonato sudanés. Seis meses después de empezar a practicar este deporte, ya estaba en el equipo nacional.


Una visita providencial
A partir de aquí, un cúmulo de circunstancias y casualidades se dieron para que, en poco más de un año, Manute saliera de un país que se encontraba al borde de una cruenta guerra civil. Y en toda esta historia jugó un papel fundamental Don Feeley, joven técnico norteamericano de Fairleigh Dickinson, una pequeña universidad de New Jersey. Como parte de un programa de intercambio, Feeley viajó hasta Sudán en el verano de 1982 para dirigir durante unos meses a la selección nacional de aquel país. Aunque en un principio se mostró reacio al viaje, le terminaron convenciendo de que aquella aventura podría enriquecer su currículo como entrenador, a la vez que podría servirle para descubrir algún jugador interesante para su universidad.

Tras varias semanas en su aldea natal, Manute emprendió el largo viaje (más de tres días en tren) que le llevaría a Jartum, la capital del país, donde tendrían lugar los entrenamientos de la selección. Lo hizo con la motivación especial de saber que los dirigiría un entrenador americano. Los entrenamientos tenían lugar en una de las pocas pistas de cemento que había en Sudán, en lo alto de una colina, bajo un sol de justicia. Como cada día, cuando Feeley llegaba un grupo de jugadores se encontraba lanzando a canasta. Pero aquel día, observó algo diferente, una escena que le dejó absolutamente perplejo.

Sin levantar los pies del suelo, sin ayuda de ningún banco o escalera, tan solo alzando sus interminables brazos, Manute estaba enganchando al aro una de las redes. Cuando le explicaron quien era, cambió por completo sus planes de entrenamiento para prestar especial atención a aquel gigante de piernas de alambre, al que le faltaban varios dientes y cuyos dedos de los pies estaban retorcidos y deformados por no haber podido calzar nunca unas zapatillas de su talla. Pronto trabarían una buena relación y Feeley pudo comprobar su carácter sencillo y afable.

En las semanas siguientes, el joven técnico comprobó también el potencial de otros dos jugadores altos de Sudán: Deng Nihal, amigo de Manute en el Catholic, y Akila Shokai. Ambos había recibido una buena educación en Jartum, y se manejaban bien en inglés, por lo que hacían las labores de intérprete entre los jugadores y Feeley. Gracias a éste, Shokai acabaría recibiendo una beca para jugar en Fairleigh Dickinson, donde permanecería varios años. Pero el diamante en bruto era Bol, de quien el entrenador quedó maravillado por su capacidad de intimidación y sus rápidos progresos, y a quien intentaría convencer para que viajara a Estados Unidos en busca de un futuro como jugador profesional.


Una elección fallida
En los meses posteriores, por discrepancias con la dirección del centro, Feeley fue despedido de la Universidad, pero siguió con su empeño de llevar a Manute a Estados Unidos, convencido de tener una futura estrella a la que tan solo había que pulir. Además, pensó, le serviría de “salvoconducto” para conseguir un nuevo trabajo. Creyó ver la oportunidad cuando Kevin Mackey, nuevo entrenador de la Universidad de Cleveland State y conocido suyo, se mostró interesado en su propuesta: recibiría el cargo de asistente a cambio de llevarle al equipo a dos jugadores de los que le hablaba maravillas, Deng Nihal y a quien consideraba el secreto mejor guardado del mundo del baloncesto. Mackey accedió. Quería ver a los jugadores cuanto antes, así que Feeley tramitó lo más rápido que pudo los billetes desde Jartum para Manute y Nihal. El 23 de mayo de 1983, ambos gigantes aterrizaban en el aeropuerto Logan de Boston, sin un centavo y totalmente al amparo de su mentor.

Pero las cosas no trascurrieron según lo acordado. Mackey estaba interesado en Bol, pero se echó para atrás en su idea de ofrecerle el cargo de asistente a Feeley quien, sintiéndose engañado, cambió de estrategia y empezó a buscar otro destino para el sudanés. Cinco días antes del draft de 1983, llama a su buen amigo Jim Lynam, nuevo técnico de los San Diego Clippers. “Tengo para ti una sorpresa Jim, una auténtica sorpresa”, le dijo. Según le iba dando detalles, el interés de Lynam, incrédulo en un principio, iba aumentando. Parecía sumamente arriesgado apostar en el draft por un completo desconocido al que nunca había visto jugar, pero ¡qué diablos!, necesitaba algo diferente para cambiar la dinámica perdedora de los Clippers. Además, no perderían mucho eligiéndole en alguna de sus últimas rondas. “Está bien Don -le contestó-. No hables de él con nadie más; voy a elegirle”. Y así fue. Llegó la noche del draft, y en la quinta ronda, con el número 97, San Diego escogió a Manute Bol, de Sudán; 2,31 metros de altura; 81 kilos de peso. Un murmullo, mezcla de sorpresa y desconcierto, estalló en la sala. Nadie sabía nada de este jugador de estatura y peso inverosímiles.

Días después, Lynam viajaba hasta Cleveland para conocer por fin “el secreto mejor guardado del mundo del baloncesto”. El gigante africano se encontraba entrenando en el gimnasio junto a Deng Nihal –su inseparable amigo y traductor- y un grupo de novatos que luchaban por hacerse un hueco en la NBA. Al verle, se quedó profundamente impresionado; era todavía más alto de lo que había imaginado. Enseguida comprobó que, efectivamente, le quedaba muchísimo por aprender, pero a la vez se dio cuenta de su increíble poder de intimidación, algo que jamás había visto antes. Tras observarle durante varios días, se fue más que satisfecho: sin duda, Manute era el gran robo de aquel draft.

Pero poco les duraría la alegría, ya que la NBA se apresuró a declarar nula aquella exótica elección, alegando que era menor de 21 años y no se había declarado elegible en el plazo establecido por la liga. Todo se complicó cuando la Liga solicitó su pasaporte y este indicaba que Manute tenía 19 años y medía ¡1,58 metros! El jugador explicó que los oficiales sudaneses le habían medido sentado, pero la NBA, no viendo claro el asunto, resolvió anular dicha elección. Así, Lynam se quedó sin su diamante en bruto, y Feeley sin su empleo como asistente de los Clippers.

Frustrado su traspaso a la NBA, Don Feeley intentó, de nuevo con la ayuda de Mackey, enrolar a Manute en Cleveland State. Pero de nuevo se encontraron con un gran obstáculo que acabaría siendo insalvable: sin educación de ningún tipo, sin saber leer ni escribir, y sin conocimientos de inglés, parecía más que difícil que pudiera acceder a la Universidad. Por más que Mackey intentó que se hiciera una excepción con él, no fue posible. El director del centro lamentó no poder hacer nada y dio el asunto por zanjado.


Y por fin, baloncesto
Fuera de la NBA y de la NCAA, decidieron que pasaría un año entero entrenando, estudiando y aprendiendo el idioma, por lo que fue enviado a la Case Western Reserve, una academia especial para inmigrantes. Fueron meses difíciles para Manute, quien sintiendo la soledad de estar en un país extraño y sin dominar el idioma, no dejaba de plantearse si estaba haciendo lo correcto. Había venido a los Estados Unidos a jugar al baloncesto y, por diversos motivos, no lo podía hacer. Llegó a pensar en dejarlo todo y volver a su aldea natal donde, con arreglo a las leyes del pueblo dinka, debería asumir la responsabilidad del cuidado de su familia. Sólo su inseparable amigo Nihal le pudo convencer de no tirar por la borda un prometedor futuro. Entretanto, seguía entrenando y le buscaron un representante que guiara su carrera profesional, Frank Catapano. Él se haría cargo de los gastos que generaba su estancia en los el país norteamericano.

Así, pasaron los meses y en el horizonte se avistaba una nueva temporada. Se iniciaron gestiones para enrolar a Manute en otra pequeña universidad -Bridgeport, en Washington-, cuyo equipo de baloncesto militaba en la segunda categoría de la NCAA, y donde por fin Feeley había encontrado un cargo de asistente a las órdenes de Bruce Webster, quien también quedó impresionado por la envergadura del sudanés y encantado de poder contar con un jugador tan inusual. Durante los primeros cinco días, Manute se alojó en el domicilio de Webster, durmiendo en dos camas contiguas puestas en forma de T. Como hiciera Mackey en Cleveland, el entrenador de Bridgeport pidió a la dirección del centro una beca especial para que Bol pudiera ingresar como alumno. Aunque su nivel académico todavía era muy precario (apenas sabía leer y escribir), ya se defendía en inglés y se había acostumbrado a la vida y las costumbres norteamericanas. Además, el director de Bridgeport comprendió la importancia que para el centro podría tener su presencia en el equipo de baloncesto, así que no hubo ningún problema en concederle una beca diseñada especialmente para él.

Entonces la historia personal de Manute saltó a los medios de comunicación, conociéndose todos los detalles de su vida en África, su complicada llegada a los Estados Unidos, los avatares de su año en blanco, la dramática situación de su país… De repente, dejó de ser un desconocido y se generó un enorme interés en torno a su figura y a sus posibilidades como futuro jugador de la NBA. Su vida cambió de la noche a la mañana: le implantaron prótesis en la boca, le hicieron una cama a medida, pusieron en regla todos sus papeles… A partir de entonces sólo debería preocuparse de jugar al baloncesto.

Con capacidad para 1.800 espectadores, el pabellón Harvey Hubbell se quedaba pequeño cada vez que la Universidad de Bridgeport jugaba como local. Manute era la gran atracción de un equipo que pronto concitó un interés mediático propio de las mejores universidades del país. En su debut ante Stonehill anotó 20 puntos, cogió 20 rebotes y puso 6 tapones. Su presencia causaba estragos entre los ataques rivales, obligados a modificar sus tiros una y otra vez, y también en defensa sufrían para defender tantos centímetros. Allá donde viajaba el equipo de Bridgeport se levantaba una enorme expectación; todos querían ver al gigante de las piernas de alambre. En Quinninpac organizaron una fiesta en su honor que llamaron Manute Bol Party Fans; después, el homenajeado anotó 22 puntos y puso 15 tapones a los jugadores del equipo local. El equipo entrenado por Webster acabó la temporada con un brillante record de 26-5, aunque perderían en la final regional ante Sacred Heart. Aquella temporada, Bol firmaría unos espectaculares promedios de 22,5 puntos, 13,5 rebotes y cerca de 6 tapones por encuentro.


Ahora sí, cerca de las estrellas
Viendo los progresos que estaba realizando y cómo su físico le permitía dominar la zona en aquella categoría de la NCAA, decidió que había llegado el momento de dar el salto a la NBA. Quería hacerse profesional y empezar a ganar dinero para ayudar a su gente. Como paso previo, en la primavera de 1985, decidieron que jugara en la recién creada USBL (United Stated Basketball League), una liga profesional menor formada por tan solo siete equipos que tenía como objetivo foguear a jugadores que pudieran ser de interés para la NBA. Frank Catapano acordó que Manute formaría parte de los Rhode Island Gulls, equipo que debía jugar ocho partidos antes del draf. Estos partidos cumplirían un doble objetivo: proporcionarle sus primeros ingresos como profesional y, sobre todo, servir como escaparate para las franquicias NBA de cara al draft que se avecinaba. Bol recibiría 25.000 dólares por esas semanas de competición, siendo el jugador mejor pagado de toda la liga.

En los Gulls coincidiría con jugadores que luego serían conocidos como John Hot Rod Williams o un “enano” procedente de North Carolina State, de tan sólo 1,69 metros, llamado Spud Webb, junto al que protagonizaba un brutal contraste de alturas. En su estreno con el equipo de Rhode Islands, Bol puso 16 tapones y cuajó una gran actuación defensiva. Finalizaría su experiencia en la USBL con un impresionante promedio de 13 tapones por encuentro. Pese a las lagunas técnicas que aún tenía su juego, el interés por este monstruo defensivo fue aumentando entre varias franquicias de la NBA, y reputados entrenadores y directores deportivos acudían a verle en directo. “Es el mejor taponador de la historia, mejor incluso que Bill Russell”, dijo de él Don Nelson, entonces entrenador jefe de los Milwaukee Bucks. También había quien recelaba de sus posibilidades debido a su físico escuálido –apenas 86 kilos entonces para 231 centímetros-, y quien directamente descartó su fichaje por considerarlo más una atracción de feria que un jugador aprovechable para la NBA.

Uno de los más impresionados por sus actuaciones resultó ser Bob Ferry, director deportivo de los Washington Bullets, quien ya contaba con referencias directas del jugador por parte de un viejo conocido suyo, Bruce Webster, el entrenador de Manute en Bridgeport. “Hazme caso y vete a verlo. Es una máquina de taponar”, le dijo. Efectivamente, le hizo caso y quedó perplejo con lo que vio. Pese a que el entrenador jefe de los Bullets, Gen Shue, no estaba nada convencido de las posibilidades del gigante africano, Ferry insistió con Manute. Era su apuesta para el draft y Washington utilizó su elección de segunda ronda (número 31) en el sudanés. Y esta vez sí, todo estaba en regla. Firmó un contrato de tres años por el que empezaría cobrando 130.000 dólares el primero de ellos. Por fin, había cumplido su sueño de ingresar en la mejor liga de baloncesto del mundo.

Desde el principio, los Bullets pusieron todo su empeño en sacar lo mejor de su nuevo jugador. Le asignaron un entrenador asistente para que puliera su técnica, un asistente personal que le ayudara en todos los quehaceres diarios, y le pusieron un duro plan de entrenamiento físico y alimenticio que tenía como objetivo añadir kilos y músculo a su cuerpo. Cuando el 9 de octubre debutó en un partido amistoso contra los Celtics, Bol ya había ganado cinco kilos de peso. Los jugadores de Boston, que no le conocían, hicieron una apuesta: se llevaría 600 dólares quien consiguiera machacar por encima de aquel gigante. Nadie lo logró y Manute colocó nueve tapones en 26 minutos de juego. McHale, Parish, Bill Walton, Larry Bird… nadie se libró de los largos brazos del sudanés. A partir de aquel día, ya no olvidarían su nombre.


Una máquina de taponar
Cuando Manute debutó oficialmente en la NBA, el 25 de octubre de 1985, se convirtió con sus 2,31 metros en el jugador más alto de la historia de la competición. Años después, le igualaría el rumano George Muresan. Muy limitado en ataque, desde el principio tuvo un gran impacto defensivo, y prácticamente no había balón al que no llegaran sus kilométricos brazos. Muchas de sus mejores actuaciones las firmaría en su primer año como profesional: 15 tapones ante Atlanta, el día de su debut; 12 ante Cleveland poco después; 18 puntos, 9 rebotes y 12 tapones antes Milwaukee el día de su estreno como titular por la lesión de Jeff Ruland (jugó 48 minutos con prórroga incluida)... En su primera temporada, hizo historia al pulverizar el récord de “gorros” para un rookie con 397, a una media de 4,97 por encuentro. Además, ese primer año promedió 3,7 puntos y 5,9 rebotes en 26 minutos.

Manute Bol todavía mantiene el récord de tapones en un solo cuarto (8, algo que hizo en dos ocasiones), en una mitad (11, compartido con Elmore Smith y George Johnson), y la segunda marca de la historia en un partido (15, por los 17 que colocó Elmore Smith). Además, es el segundo de la historia en promedio de tapones por partido (3,34, sólo superado por los 3,50 de Mark Eaton), y el mejor promedio por minuto jugado (0,176). En un partido ante los Orlando Magic hizo algo nunca visto antes: poner cuatro “gorros” en la misma jugada... en apenas diez segundos.

Su carrera en la NBA se prolongaría durante diez temporadas, en las que jugó, además de en el equipo de la capital, en Golden State Warriors, Philadelphia 76ers y Miami Heat. De manera paralela a su andadura baloncestística, muy pronto se convirtió en todo un “personaje” dentro de la NBA, gracias también a su personalidad alegre y extrovertida. Era un jugador novedoso, diferente, exótico, el centro de atención allá donde iba, y fue protagonista de numerosas situaciones curiosas. En la temporada 1987-88 protagonizó una fotografía más propia de un circo ambulante que de un equipo de baloncesto al coincidir en los Bullets con Tyrone Bogues, base de tan solo 1,59 metros. 72 centímetros separaban al jugador más alto y al más bajo de la historia de la competición, conformando una estampa impactante (podéis ver la imagen más abajo) que dio la vuelta al mundo y que la NBA se encargó de explotar convenientemente.

En junio de 1988 abandona la disciplina de los Washington Bullets para fichar por Golden State Warriors. Entonces se produce un cambio sorprendente en su juego, una especie de Expediente X que provoca la sorpresa de casi todos. El jugador más alto del mundo, el baloncestista de rudimentarios fundamentos, se transformó de repente en un triplista más o menos fiable. Recurre al lanzamiento de tres puntos como un arma más de su juego, aunque sus porcentajes nunca fueron muy brillantes. Después de lanzar tres triples en las tres temporadas que pasó en Washington –sin anotar ninguno-, en su primera temporada en los Warriors encestó 20 triples de 91 intentos. Su estilo era extraño y poco ortodoxo (echaba los brazos muy hacia atrás para sacar el balón a la altura de la cabeza, casi desde su hombro derecho), pero consiguió perfeccionarlo algo en las siguientes temporadas hasta firmar un 32% jugando para Philadelphia 76ers en 1992-93.


Volcado con Sudán
Entre 1985 y 1993 firma sus mejores años en la NBA pero a partir de esa temporada su nivel deportivo empieza a descender, afectado por un problema crónico de artritis en sus rodillas. Sus achaques se convirtieron en constantes y ya no podía mantener la exigencia física de la competición. En 1995 los Milwaukee Bucks le cortan sin haber llegado a debutar. En sus últimos años en la liga promedia poco más de 2 puntos y 3 rebotes por encuentro, y su estadística de tapones se resintió a la vez que su físico. Tras dejar la NBA, jugó en 1996 en Uganda, en los Sadolin Power, equipo al que ayudó a ganar la liga. Un último año en Quatar fue el preludio de su retirada definitiva.

Mientras estuvo en la NBA disfrutó de jugosos contratos con sus equipos (en sus diez años de profesional cobró en salarios más de siete millones de dólares) y con patrocinadores de la talla de Coca-Cola, Nike, Kodak o Toyota. Pero el ahorro no era su fuerte y en poco tiempo perdió todo el dinero ganado en sus años como profesional del baloncesto. A ello influyó su falta de visión para las finanzas (fracasó en varios negocios), una extensa familia a la que nunca dudó en ayudar, y su apoyo económico a los más desfavorecidos en la guerra civil que vivió su país en los años 90.

En nombre de la religión, el sur de Sudán fue masacrado por el gobierno fundamentalista del norte. Dos millones de civiles fueron asesinados y cuatro millones se vieron desplazados de sus hogares. Manute, desde la distancia, asumió como una de sus responsabilidades ayudar a sus compatriotas. “En 1991 veía las noticias sobre Sudán en televisión, y el gobierno estaba matando a mi gente –contaría en los últimos años de su vida-. Me dije que debía hacer algo, así que decidí convertirme en un guerrero. Sentía que había hecho mucho dinero y era el momento de entregarle algo a mi gente”. Buena parte de sus ganancias fueron destinadas a la reconstrucción de su aldea natal, Turalei, arrasada por la guerra, a la edificación de un hospital y a programas contra el hambre. Además, apoyó económicamente a los rebeldes, e hizo campaña por todo el mundo para recaudar dinero, comida y medicinas para los campos de refugiados. Miles de personas, especialmente niños, salvaron la vida gracias a su ayuda y sus gestiones. Hasta el final de sus días, pese a lo precario de su salud y de su situación económica, luchó por mejorar las condiciones de vida de su gente. Para ellos, Manute siempre será un dios.

El sudanés Loul Deng es en la actualidad una de las estrella de los Chicago Bulls, uno de los mejores equipos de la NBA. Pero por aquel entonces - mediados de los 90- era tan sólo un niño que se estaba iniciando en el deporte del baloncesto: “Al hablar de Manute, en Sudán pensamos inmediatamente en todo lo que hizo por ayudar a la gente; sólo después pensamos en sus éxitos deportivos. Hizo cosas que no necesitaba hacer, pero no iba a ser feliz si no ayudaba a su gente”. Deng siempre ha reconocido que su exitosa carrera en la NBA tiene mucho que ver con la ayuda de Bol; fue luz, guía y ejemplo para él: “Si Manute no hubiera entregado tanto amor a su gente y no hubiese ayudado a los demás, quizá hoy yo no estaría aquí”.


Arruinado y enfermo
Con apenas 35 años, y recién retirado como profesional, Manute Bol se encontraba en la ruina. Además, su mujer le abandonó y se fue a vivir a Nueva Jersey con sus cuatro hijos. Tuvo que vender sus casas de Egipto y Jartum, y la de los Estados Unidos le fue embargada, pero ni aún así consiguió solucionar sus problemas económicos. Durante años, estuvo viviendo en una casa alquilada en los suburbios de Jartum, con dos esposas, un hijo y 14 parientes. No tenía trabajo, y mientras su salud se lo permitió ejerció como jefe de los Dinka, organizando bodas, mediando en conflictos entre miembros de la tribu y aconsejando a los más jóvenes. Y de vez en cuando, cuando surgía la ocasión, participaba en algún evento deportivo-benéfico-publicitario para obtener algunos ingresos con los que seguir ayudando a su pueblo. Mientras tanto, seguía sufriendo por la artritis, que le afectaba seriamente a las muñecas y rodillas.

En julio de 2004 su estado de salud se complicaría por un grave accidente de tráfico sufrido en West Hartford (Connecticut, Estados Unidos), que le provocó numerosas fracturas de las que se recuperó en el país norteamericano. Antiguos compañeros de equipo organizarían un partido benéfico en su nombre. Durante su recuperación, llegaría el final de la guerra civil en Sudán.

Después, el Síndrome de Stevens Johnson -una rara enfermedad degenerativa de la piel, que también afecta a las mucosas y a algunos órganos internos- fue acabando poco a poco con su vida. Manute Bol, el gigante de las piernas de alambre, el jugador de físico inverosímil que triunfó en la NBA, fallecería el 19 de junio de 2010, a los 47 años de edad, en un hospital de Charlottesville (Virginia del Norte, Estados Unidos), a causa de una grave enfermedad renal. Procedente de tierras lejanas, dejó una imborrable huella de humanidad en el mundo del deporte. Su corazón era tan grande como él. Y siempre será, por los siglos de los siglos, el jefe de la tribu.


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martes, 22 de marzo de 2011

Tramposos a la carrera

Si buscamos en un diccionario la palabra trampa encontramos, entre otras, estas dos acepciones: “Contravención disimulada a una ley, convenio o regla, o manera de eludirla, con miras al provecho propio”; “Infracción maliciosa de las reglas de un juego o de una competición”. Desde sus primeros tiempos como deporte, el atletismo no ha estado exento de trampas y engaños de todo tipo. Aquí repasamos algunas de las más curiosas.

1. El primer tramposo de la historia del atletismo
Spiridon Belokas fue uno de los 18 valientes que tomaron parte en el maratón de los primeros Juegos Olímpicos de la era Moderna, disputados en Atenas (1896). La carrera tuvo numerosas alternativas e incidencias, fruto de un esfuerzo al que muchos de estos hombres no estaban acostumbrados. En el kilómetro 16 lideraban la prueba tres de los cuatro atletas foráneos (el australiano Flack, el francés Lermusiaux, y el norteamericano Blake), pero los tres desfallecieron por no saber regular sus fuerzas. Fue el local Spiridon Louis quien entró primero en el estadio para cruzar la línea de meta, como vencedor, entre los vítores de los espectadores. Tras él llegaron otros dos atletas griegos (Charilaos Vasilakpos y Spiridon Belokas), aunque éste último fue descalificado tras comprobarse que había recorrido parte del trayecto en un carruaje. A pocos kilómetros de la meta, el único extranjero que continuaba en carrera, el húngaro Kellner, vio como el joven atleta heleno le pasaba descaradamente subido a un carro, por lo que al llegar a la meta denunció el caso ante los jueces. Según cronistas de la época, los compañeros de equipo de Belokas se arrancaron el escudo nacional de su camiseta indignados, y el propio rey Jorge regaló a Kellner su reloj de oro, como desagravio. De esta manera, Spiridon Belokas ha pasado a la historia como el primer tramposo del olimpismo moderno.

2. Descalificado en la carrera más loca
En el maratón de los Juegos Olímpicos de San Luis de 1904, el estadounidense Fred Lorz llegó al estadio en primera posición, fue aclamado como un héroe e incluso se fotografió con Alice Roosevelt, la hija del presidente de los Estados Unidos. Pero pronto se descubrió que entre los kilómetros 15 y 30 había hecho el recorrido subido a un coche. Lorz -en la imagen inferior- se justificó diciendo que no lo tenía premeditado, que se había retirado en el kilómetro 15 con fuertes calambres, y que pidió a un espectador que le acercara al estadio en su coche. Pero el vehículo se averió a 10 kilómetros de la meta, así que, ya recuperado de sus problemas físicos, decidió terminar la prueba corriendo y fingir que era el campeón. Fue descalificado a perpetuidad, pero luego se le perdonó y ganó el Maratón de Boston del año siguiente. Aquella carrera resultó ser una de las más locas de la historia del atletismo, con altísimas temperaturas y un solo punto de avituallamiento de agua; un participante (el cubano Félix Carvajal) que se presentó a la línea de salida con zapatos de calle, pantalones largos, camisa de manga larga y boina; dos africanos (los primeros atletas de color en participar en unos Juegos) perseguidos por unos perros rabiosos; y un ganador (el norteamericano Thomas Hicks) cuya victoria casi le cuesta la vida. A Hicks –payaso de profesión- le acompañaban varios amigos a bordo de un coche, y cuando le vieron flaquear le dieron pastillas de sulfato de estricnina (un estimulante) y varias claras de huevo. Luego, le dieron más estricnina, coñac y le “refrescaron” con agua del radiador. Llegó a meta tambaleándose y una vez rebasada ésta se desplomó, al borde del coma. “Es más difícil ganar una carrera así que ser presidente de Estados Unidos”, dijo después de recuperarse.

3. Dora se llamaba Hermann
En 1936 la alemana Dora Ratjen tuvo la oportunidad de participar en la prueba de salto de altura femenino de los Juegos Olímpicos de Berlín gracias a la prohibición del régimen nazi a su mejor saltadora, de origen judío; Ratjen acabó en cuarta posición. Sus innegables rasgos masculinos generaron no pocas polémicas y protestas de las rivales, ante las que respondía que padecía una especie de hermafroditismo. Dos años después, logró batir el record del mundo de salto de altura durante los Campeonatos de Europa de Viena. Finalmente, el misterio fue desvelado en los años 50 cuando dos admiradores descubrieron que llevaba peluca en una estación de trenes de Alemania. Fue sometido a exámenes médicos, que confirmaron que tenía genitales masculinos. Entonces se confirmó el engaño: la buena de Dora era realmente un hombre, llamado Hermann Ratjen, por lo que fue desposeído de sus títulos y marcas. En 1957, terminó admitiendo que era un hombre, y alegó que fue obligado a recurrir a este engaño: "Yo siempre he sido hombre, pero el régimen nazi, obsesionado con ganar una medalla, me obligó a competir como mujer", dijo entonces.

4. Una tramposa profesional
Rosie Ruiz, estadounidense de origen cubano, ganó el maratón de Boston en 1980. Recibió los laureles y la medalla, se hizo las fotos con el ganador masculino, el mítico Bill Rodgers, y respondió a las entrevistas… pero algo no cuadraba. Si sorprendente fue su triunfo (era una desconocida en el atletismo), más aún lo era su extraordinario tiempo: 2 horas 31 minutos y 56 segundos, tercera mejor marca mundial de todos los tiempos y ¡25 minutos menos que lo que había tardado el año anterior en completar el maratón de Nueva York! Además, las otras atletas no recordaban haber corrido con ella y no aparecía en las fotos y vídeos tomadas durante la prueba. Fue descalificada al comprobarse la trampa: no había tomado la salida junto al resto de corredores, saliendo de entre el público a mitad de carrera para completar tan sólo la parte final. Poco después, el director del maratón de Nueva York manifestó su firme creencia de que Ruiz tampoco había completado la totalidad del recorrido en el maratón de la Gran Manzana de 1979. Pero su “historial” como tramposa no termina ahí, llegando a alcanzar tintes delictivos: unos años más tarde fue detenida en Nueva York acusada de falsificación y robo, y pasó una semana en la cárcel. Un año después, fue encarcelada de nuevo en Miami por vender cocaína a agentes encubiertos.

5. La (falsa) carrera más rápida de la historia
En 1987 Ben Johnson batía el record del mundo de los 100 metros lisos en los Campeonatos del Mundo de Roma. Un año después, su duelo con Carl Lewis en los 100 metros de los Juegos Olímpicos de Seúl 1988 centraba la atención de todo el mundo. La final superó todas las expectativas y, en una carrera espectacular -denominada entonces la “carrera del siglo”- Big Ben se impuso con contundencia logrando un nuevo record del mundo (9,79). Pero tres días después Johnson fue despojado de la medalla de oro y del record al dar positivo en el control antidopaje por el esteroide Stanozolol. Posteriormente, el canadiense admitió haberse dopado desde 1981 y la IAAF le quitó todos los récords y medallas conseguidos desde 1984. “He tomado pastillas de todos los colores”, admitió ante el juez. En 1993 dio positivo de nuevo en una carrera en Montreal, y fue suspendido de por vida.

6. ¿Con bigote o sin bigote?
El argelino Abbes Tehami, antiguo campeón de 1.500 metros de su país, se impuso en el maratón de Bruselas de 1991. Pero el posterior análisis de las fotos revelaba algo extraño: Tehami tenía bigote en la salida y llegó a la meta sin él… ¿cómo era eso posible? Posteriormente se supo la verdad: quien había tomado la salida con su dorsal no era él, sino su entrenador, Bensalem Hamiani, quien habría corrido unos siete kilómetros antes de pasarle el dorsal. Pese a cierto parecido entre ambos, el engaño salió a la luz por el bigote que lucía Hamiani y del que carecía el tramposo vencedor.

7. El cambiazo fallido de Katrin Krabbe
Katrin Krabbe se convirtió a principios de los 90 en la reina europea de la velocidad. Campeona del mundo de los 100 y 200 metros en 1991, pronto se consagró como el símbolo atlético de la Alemania unificada, algo a lo que también contribuyó su belleza y simpatía. Sin embargo, pronto cayó en desgracia al dar positivo por clembuterol (sustancia que aumenta el volumen muscular) en un control de orina realizado en 1992 en Sudáfrica. Junto a ella fueron “cazadas” otras atletas germanas como Grit Breuer y Silke Möller. Después se supo que Krabbe intentó cambiar su muestra de orina por otra que llevaba escondida en la vagina, dentro de un pequeño depósito del tamaño y la forma de un tampón, en un engaño al que muy posiblemente no fuera la primera vez que recurría. Pero al estar muy vigilada durante el control (ya sospechaban de ella), no pudo dar el “cambiazo”.

8. A la Universidad vía maratón
Pero ningún caso de fraude masivo en carreras populares como el que aconteció el pasado 2 de enero de 2010 en el Maratón de Xiamén (China). Horas después de finalizar la prueba, 30 de los 100 primeros llegados fueron descalificados acusados de haber recurrido a diversas argucias ilegales: muchos de ellos utilizaron un coche o la bicicleta para completar parte de su recorrido, otros utilizaron “atajos” para recorrer una distancia menor a la estipulada, y otros pagaron a atletas de mucho más nivel para que, portando su chip, establecieran por ellos estos buenos resultados. Las autoridades deportivas de la provincia de Fujian comprobaron dichos engaños tras revisar distintas filmaciones de la carrera. Según comunicaron, el tiempo medio que habían empleado los 30 atletas descalificados fue de 2 horas y 34 minutos, un crono realmente bueno para un atleta popular. Los “tramposos” no eran ni siquiera atletas habituales, sino estudiantes que se estaban jugando con su puesto en el maratón puntos extras para el examen de ingreso a la Universidad o para conseguir becas universitarias.

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