sábado, 8 de diciembre de 2012

Hugo Koblet: el ciclista con encanto

Vivió rápido, murió joven y dejó un bonito cadáver. Apuesto y elegante, todo un caballero, el suizo Hugo Koblet era pura clase sobre la bicicleta, un genio que dejó su talento a cuentagotas. Ganó un Giro y un Tour, y dos años después se arrastraba por las carreteras debido a una enfermedad venérea que debilitó su organismo. Con sólo 39 años murió victima de un misterioso accidente de circulación al empotrar su coche contra un árbol. Esta es la curiosa historia del dandy que quiso ser ciclista.


Por las calles de Agen, ya en la recta de llegada, repitió su ritual de la victoria. Saca una esponja húmeda y un peine del bolsillo, se lava la cara, se peina con esmero y cruza la meta brazos en alto. Impecable, como siempre. Entonces frena la bicicleta, coge un cronómetro, lo pone en marcha y se sienta a esperar al pelotón. Llegaría, con todos los favoritos de aquel Tour de Francia, dos minutos y 25 segundos después. Una vez más, el ritual del peine y la esponja de Hugo Koblet, el gentleman de descomunal potencia sobre la bicicleta. Pero esta victoria no fue una más de las muchas –setenta- que consiguiera en sus trece temporadas como profesional. Acababa de consumar su obra maestra; una de las más bellas gestas de la historia del ciclismo. La victoria de la locura sobre la razón; la victoria del orgullo sobre el miedo. LA VICTORIA, con mayúsculas.

Y en ese momento de éxtasis no se olvidó de sacar el peine y acicalarse. Esa es la imagen. La imagen que resume toda una vida de grandes éxitos y sonados reveses. La imagen que retrata, como ninguna otra, el carácter de un hombre tan genial como complejo. Un volcán siempre a punto de estallar… Y estalló, de una manera sorprendente, el domingo 15 de julio de 1951. Y estalló en una etapa en apariencia de transición (Brive-Agen, 177 km), sin grandes dificultades montañosas, y que tuvo una curiosa intrahistoria que no se conocería hasta años después.

El día anterior Koblet había pasado uno de los peores ratos de su vida durante los 216 kilómetros de que constaba la 10ª etapa de aquel Tour. Un gran forúnculo en su trasero le provocaba terribles dolores, haciendo que casi no pudiera sentarse en el sillín. Por la tarde, en el hotel, su director, Alex Burtin, llamaba con el mayor secretismo posible a dos médicos de la ciudad para que vieran a su pupilo. No querían que trascendiera la noticia.

El ciclista esperaba encerrado en su habitación, nervioso y muy dolorido. El diagnóstico del primer médico fue contundente: “Hay que sajar el forúnculo”. Aquella operación significaría el abandono del Tour, así que Burtin rechazó esta opción. El segundo galeno repitió el diagnóstico, pero ante la insistencia y desesperación de los suizos les ofreció un remedio para aliviar el dolor: supositorios de cocaína. Por aquel entonces no existían controles antidoping, así que Koblet y Burtin le tomaron la palabra.



“Hasta la meta, claro”

Al día siguiente le dije a Hugo que intentara pasar la etapa lo más tranquilo posible”, recordaría su director años después. Pero el genial ciclista hizo todo lo contrario. Apenas se llevaban 37 kilómetros de etapa cuando, en una pequeña cota, saltó del pelotón con rabia y una velocidad endiablada. Con él se fue el francés Louis Deprez, a quien dejaría fundido pocos kilómetros después. En el grupo, los grandes favoritos ni se inmutaron. Faltaban 140 kilómetros a meta, prácticamente llanos, y aquel ataque les pareció una extravagancia, una locura sin posibilidad alguna de prosperar. Así lo pensó también Alex Burtin.

En cuanto los jueces me dejaron paso, aceleré el coche para buscarle y echarle la bronca por semejante estupidez –explicaría-. Pero me quedé perplejo. Hugo rodaba concentrado, a tope, con un pedaleo redondo y perfecto, tirando de los talones, con los codos doblados y pegados al cuerpo, la cabeza metida en el manillar. Era un espectáculo fantástico. Durante algunos kilómetros conduje el coche varios metros detrás de él, admirado, sin acercarme por temor a romper la magia de aquella escena. Por fin, después de un rato, me puse a su altura y le hablé por la ventanilla. “Hugo, ¿qué haces?”. Me respondió sin girar la cabeza: “No lo sé”. “¿Hasta donde piensas seguir a esta velocidad?”. Entonces me miró, con media sonrisa: “Hasta la meta, claro”.

Poco tardó Koblet, desatado, en alcanzar los tres minutos de ventaja, y entonces los grandes favoritos de aquel Tour (Coppi, Bartali, Bobet, Robic, Magni, Germiniani, Ockers…) empezaron a inquietarse... aunque sólo un poco. Sólo lo suficiente para mandar a sus mejores gregarios a ponerse al frente del pelotón y acelerar el ritmo. Por muy fuerte que rodara el suizo, parecía imposible que un solo hombre pudiera con la sucesión de relevos, perfectamente sincronizados, de los potentes equipos de Italia, Francia y Bélgica [por aquel entonces se corría por escuadras nacionales].

Pero pasaban los kilómetros, y la ventaja no bajaba de aquellos tres minutos. Con un pedaleo potente y redondo, mantenía a raya a todo un grupo de grandes rodadores. Entonces, en una imagen insólita en el Tour de Francia, los jefes de fila en pleno llegaron a un acuerdo para pasar al frente del pelotón y tirar ellos mismos para anular la fuga de Koblet. Ahora sí, era la lucha de un hombre contra una jauría de líderes tirando a muerte, y aquel seguía saliendo victorioso. Fueron 140 kilómetros de agónica persecución, a 38,95 km/h; tres horas y media de lucha sin un momento de respiro. Hasta la meta, claro. La esponja húmeda, el peine, los brazos en alto…



Le pédaleur de charme

Finalmente, dos minutos y 25 segundos para la historia. “Una pequeña ventaja tras un esfuerzo descomunal”, diría Marcel Bidot, director del equipo francés. Aunque no se vistió de amarillo, había dado un golpe de mano al Tour. Tres días más tarde, en la jornada reina de los Pirineos, con paso por el Tourmalet, Aspin y Peyresourde, se fuga junto a Fausto Coppi llegando los dos destacados a meta. Koblet gana la etapa y, esta vez sí, se enfunda un maillot de líder que ya no soltaría. Tanto en las montañas de los Alpes como en la última crono no dejó de aumentar su ventaja, logrando otras dos victorias de etapa. “Gana las carreras como quiere –reconocería entonces Raphael Germiniani, segundo clasificado de la general-. Si Hugo continúa así, venderé mi bici”. En París, aventajó en veintidós minutos a Germiniani, y en veinticuatro al también francés Lazaridès, tercero. Bartali quedaba a 29 minutos, Ockers a 33, Magni a 39, y Coppi a cerca de 47. Había pasado un ciclón.

Hijo de un humilde panadero, Hugo Koblet había nacido el 21 de marzo de 1925 en Zurich, en el seno de una familia de estrecheces económicas. Empezó como profesional del ciclismo en 1946, en pruebas de persecución, especialidad de la que fue ocho veces campeón nacional y dos veces subcampeón mundial. En 1950 se convierte en el primer ciclista no italiano en ganar el Giro de Italia y también se impone en la Vuelta a Suiza. Al año siguiente, conquista el Tour de Francia y derrota a Fausto Coppi en el Gran Premio de las Naciones, prueba contrarreloj considerada por entonces como un Campeonato Mundial. En estos años su fama se dispara, y no sólo por motivos deportivos. Apuesto y educado, siempre preocupado por su aspecto (incluso en los momentos más agónicos de las carreras), fue un ídolo para una generación de jóvenes suizos y causaba furor entre sus innumerables fans. Le apodaban “Le pédaleur de charme”, el ciclista con encanto.

En aquellos inicios de los años 50, Suiza vivía su particular época dorada con la rivalidad de la temible doble K (Kübler-Koblet), ganadores respectivamente de los Tours de 1950 y 1951. Durante dos años, estos dos amigos dominaron el ciclismo mundial. Ambos vivían en Zurich y ganaron un Tour… pero ahí acababan las similitudes porque Ferdi Kübler, el Caballo, y Hugo Koblet, el dandy, eran absolutamente contrapuestos. El primero, desgarbado y de prominente nariz aguileña, locuaz, era todo agallas, una fuerza desatada sobre una bicicleta que movía a golpe de riñones. Sus ataques, precedidos de un grito inhumano, causaban temor en el pelotón Por su parte, nuestro protagonista, el galán de ondulados cabellos rubios y ojos verdes, era reservado y elegante; talento en estado puro.

Koblet era la viva imagen del ciclista completo: potente rodador y notable esprinter, subía bien y descendía aún mejor. Y todo ello sin aparente esfuerzo. Su estilo armonioso sobre la bicicleta -con un pedalear suave y redondo, “como el del mejor reloj suizo”- supuso una revolución para un deporte de guerreros de rostros demacrados, de gente de coraje y agallas más que finos estilistas. En este sentido, su figura fue un soplo de aire fresco y modernidad para el ciclismo. Y fuera de la carrera era un caballero, un tipo comedido y respetuoso que responde a los periodistas con suma educación, buscando siempre las palabras justas para expresarse.



Una estrella que se apaga

Pero Koblet no pudo, o no quiso, resistirse a los encantos que la vida le puso a su alcance. Coches de lujo, mansiones, viajes de ensueño, fiestas y espectaculares mujeres pasaron a formar parte de su día a día. Siempre a toda velocidad, al igual que corría sobre la bicicleta. Este estilo de vida, en exceso desordenado para un deportista, acabaría afectando a su carrera. A finales de 1951 se fue de vacaciones a México, y tras su vuelta nada volvería a ser igual para él. Había contraído una enfermedad venérea que debilitaba su cuerpo y le impedía rendir como hasta entonces había hecho. La estrella del bello Koblet –que brillaba con una intensidad cegadora- empezó a apagarse lentamente.

Su enorme clase todavía le daría para ser segundo del Giro de Italia en dos ocasiones (1953 y 1954) y para obtener alguna victoria de etapa de cierto nivel (en la Vuelta a Suiza, Tour de Romandia. Giro de Italia o Vuelta a España). Pero sus piernas no respondían como antaño, y ya nunca se asemejaría a aquel campeón que asombrara a todos en los dos primeros años de la década de los 50. Tan rápido como llegó a la élite, se desmoronó su imagen de ciclista casi invencible. Pasó a ser uno del montón, y a quedarse en cualquier repecho. Una etapa de la Vuelta a España de 1956 fue su última victoria sobre una bicicleta.

Sus últimos años como profesional fueron especialmente duros. Aún tenía cierto nombre y caché, e intentó aferrarse al ciclismo como la única manera de seguir ganando dinero para mantener su alto ritmo de vida. Entonces disputaba sobre todo carreras en pista, pero su nivel ya era ínfimo. Se retiró en 1958 y montó negocios en Suiza y Venezuela; todos fracasaron y en pocos años dilapidó su fortuna. Adquirió múltiples deudas y tuvo que ver como muchos de sus supuestos amigos le daban la espalda. Además, las broncas con su mujer, la modelo Sonja Bühl, con quien se había casado en 1953, eran constantes.

Por eso, cuando el 6 de noviembre de 1964 estrellaba su Alfa Romeo blanco contra un árbol, a orillas del lago Zurich, muchos dudaron de lo accidental de aquel suceso. “Murió a cien por hora, igual que había vivido”, afirmó el francés Louison Bobet, su rival en tantas carreras. Al igual que ocurriera antes con el actor James Dean, aquel accidente y su pronta desaparición agrandaron la leyenda del pédaleur de charme. Hugo Koblet, el ciclista con encanto, el gentleman que maravilló a los aficionados al ciclismo, vivió rápido, murió joven y dejó un bonito cadáver. Todo un caballero; todo un artista.



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viernes, 16 de noviembre de 2012

El ángel que voló sobre el infierno

De niño vivió en una pequeña cabaña en un ambiente gélido, alimentándose a base de verduras y pescado seco, y siendo un adolescente tuvo que trabajar repartiendo mercancía para ganarse la vida. Así empezó a forjar una resistencia y espíritu inquebrantable que le llevarían a ser un mito del atletismo. Paavo Nurmi fue un adelantado a su tiempo en materia de entrenamiento y el máximo representante de una generación de atletas finlandeses que marcó época. Logró doce medallas olímpicas -nueve de oro- en la década de los 20, y siempre será recordado por aquel día en que, sobre el infierno de las calles de París, voló como un ángel.

Paavo Nurmi, el atleta insaciable, es uno de los grandes mitos del deporte olímpico; no en vano, acumula la friolera de doce medallas (nueve de oro) en los tres Juegos en los que participó (Amberes 1920, París 1924 y Ámsterdam 1928). De carácter frío y reservado, su forma de correr era impactante: seguro, implacable, sin aparentes síntomas de fatiga... Durante años fue un atleta casi invencible.

Fue en la capital francesa, en los Juegos Olímpicos de 1924, donde el finlandés volador asombrara al mundo entero logrando cinco medallas de oro en siete días. El 10 de julio, en el estadio de Colombes, firmó una de las grandes hazañas de la historia del atletismo, al vencer –en un margen de tiempo de apenas una hora- en las finales de 1.500 y 5.000 metros, con sendos récords olímpicos.

Pocos días después lograría otra victoria épica en la prueba de campo a través. Las condiciones climatológicos eran infernales (45ºC), lo que hizo que muchos atletas empezaran a desplomarse, abatidos por el calor y el agotamiento. Sin embargo, estas condiciones no afectaron a Nurmi, quien entró al estadio olímpico con paso firme y decidido. Tras él, el panorama era desolador: casi dos minutos después llegaba, completamente destrozado, su compatriota Ville Ritola; uno de los corredores llegó al estadio tan aturdido que se volvió en dirección contraria chocando contra un muro de hormigón; el español Andía Aguilar sufrió un golpe de calor y tuvo que ser trasladado al hospital… Sobre el infierno de aquel circuito, Nurmi voló como un ángel en una de sus victorias más recordadas.

Paavo Nurmi traspasa los límites de lo humano”, tituló entonces un periódico francés ante tamaña colección de medallas. “Todo reside en la mente –declararía poco después el campeón finlandés-. Los músculos no son más que piezas de un engranaje. Todo lo que soy es gracias a mi cabeza”. Destacaba por su gran resistencia, física y mental, y por su regularidad. Siempre le obsesionó llevar un ritmo constante durante toda la carrera hasta el punto de -en una época en la que no se recogían las marcas de cada vuelta- correr siempre con un reloj en su mano izquierda para controlar los tiempos que iba realizando. En este sentido fue un pionero, un adelantado a su tiempo.


Verduras y pescado seco
Su forma de ser (serio, reservado, distante…), le depararía numerosas críticas entre rivales, periodistas y fotógrafos de la época. Después de cada carrera, cumplía siempre con el mismo ritual. Mientras el público seguía aclamándole, sin corresponder a las felicitaciones de sus adversarios y sin mostrar la más mínima expresión de alegría o tristeza, se descalzaba, recogía su ropa y sus zapatillas y accedía a posar durante unos breves segundos para los fotógrafos. Después, se iba al vestuario sin que su rostro expresara el más mínimo sentimiento. Sin embargo, era admirado por los aficionados de todo el mundo por su forma de correr, y venerado en su país natal como no lo ha sido ningún otro atleta.

Paavo Nurmi nació el 13 de junio de 1897 en el pueblo pesquero de Turku, al suroeste de Finlandia, en el seno de una familia humilde. Su infancia transcurrió en una pequeña cabaña, donde se vio obligado a llevar una dieta basada en verduras y pescado seco, lo que unido a los fríos inviernos de la zona fue clave para dotarle de una resistencia extraordinaria. Desde muy joven tuvo que trabajar para ganarse la vida; tenía que repartir mercancías con una carretilla, subiendo la calle que llevaba a la estación de ferrocarril de Turku. Este ejercicio diario le ayudaría a desarrollar su potencia muscular.

Comenzó su actividad atlética siendo un adolescente, en las filas del club local Turun Toverit, aunque fue durante el periodo que estuvo cumpliendo el servicio militar (1919-20) cuando pudo entrenar con mayor intensidad. En 1920 se produce su explosión como atleta. Comenzó batiendo el récord nacional de los 3.000 metros, y poco después se clasificó para los Juegos Olímpicos de Amberes al correr los 5.000 metros en 15:00.5 y los 1.500 en 4:05.5 -grandes tiempos para la época-, en días consecutivos. En Amberes logró dos medallas de oro (10.000 metros y cross) y una de plata (5.000 metros), confirmando que era ya una de los grandes atletas mundiales de fondo.

Tras analizar su derrota antes el francés Joseph Guillemot en la final de los 5.000 metros, Nurmi llega a la conclusión de que la causa había sido una incorrecta elección del ritmo. A partir de entonces, lograr un ritmo de carrera más uniforme –con la inseparable ayuda de su cronómetro- pasó a ser una obsesión para él. Aunque prefería entrenar en entornos naturales, cuando se preparaba en la pista hacía distancias de entre 200 y 600 metros, por lo que se le puede considerar un precursor del entrenamiento fraccionado. Poco a poco, este trabajo fue dando sus frutos. En 1921 batiría en Estocolmo el record mundial de los 10.000 metros (30:40.2). Fue el primero de una larga serie que culminaría diez años después con su vigésima plusmarca mundial.


De dos en dos
1924 fue, sin duda, el año más espectacular de su carrera como atleta. Firma –entre otras hazañas- dos históricos dobletes en sendas jornadas. El 19 de junio, en Helsinki, y como parte de su preparación para los inminentes Juegos Olímpicos de París, batió los récords del mundo de 1.500 (3:52.6) y 5.000 metros (14:28.2) con tan solo una hora de descanso entre una carrera y otra.

Apenas 20 días después, en el estadio de Colombes (París) se enfrentaba a otro doble reto de considerables dimensiones. Conquista la medalla de oro olímpica en los 1.500 metros, “sans coup ferir” (“sin el menor esfuerzo”), como diría entonces un periodista francés. Tan sólo 42 minutos después tomaba la salida en la final del 5.000, en la que se enfrentaba a los únicos atletas que entonces podían hacerle sombra: Ville Ritola y el sueco Edwin Wide. Éste se descolgó a mitad de carrera, pero su compatriota -su gran rival a lo largo de toda su carrera deportiva- resistió bravamente hasta la última recta, donde Nurmi impuso su poderoso final. ¡Dos medallas de oro en apenas una hora con sendos récords olímpicos! El público jaleaba eufórico su forma de correr.

No acabó ahí su impresionante cosecha de oros en París, ya que además vence en 3.000 metros por equipos y en las pruebas de campo a través individual y por equipos. Incluso, según se cuenta, no le permitieron disputar la carrera de los 10.000 metros (que ganó Ritola), porque sus entrenadores pensaban que participaba en demasiadas pruebas, aunque también se postulaba como claro favorito a ese oro.

En aquella época su voracidad competitiva era impresionante. En 1925 viaja a los Estados Unidos con numerosas ofertas para competir. Al llegar, le advierten que los europeos nunca habían triunfado en las pistas de madera de aquel país. Poco le importó el aviso; insaciable y contundente como siempre, disputa 55 carreras en cinco meses con un balance de 53 victorias. Nurmi era todo un ídolo de masas que movilizaba en cada carrera a miles de personas deseosas de verle correr.


Los problemas del profesionalismo
En los años siguientes, el campeón finlandés se toma las cosas con más calma, dosificando su presencia en las competiciones, aunque no por ello mengua su impresionante porcentaje de victorias. Entre 1926 y 1931 sólo pierde cuatro carreras importantes, entre ellas las finales olímpicas de 3.000 y 5.000 metros en Ámsterdam 1928; en ambas logró el segundo puesto y la medalla de plata. Tras esa cita olímpica se convirtió en el deportista más laureado en los Juegos (nueve medallas de oro y tres de plata), distinción que mantendría durante más de tres décadas, hasta que la gimnasta rusa Larissa Latynina acumulara 18 medallas olímpicas entre 1956 y 1964. Después les superaría el nadador Michael Phelps.

Los años le empiezan a pesar a Nurmi, quien poco a poco nota que su cuerpo ya no responde como antaño. Sin embargo, en 1930 todavía es capaz de establecer dos nuevas plusmarcas mundiales (6 millas y 20 km), y otra más en 1931 (la de las 2 millas), que sería su último gran récord. Su deseo era poner el broche de oro a su carrera con una victoria en el maratón olímpico de Los Ángeles´ 1932. Sin embargo, unos días antes del inicio de los Juegos, el Comité Olímpico Internacional (COI) le prohíbe participar, acusándole de profesionalismo por el dinero cobrado en la gira que hizo por los Estados Unidos ¡siete años antes! Aquello supuso prácticamente el final de su carrera como atleta. Años después, el COI reconoció su error y le exculpó; como desagravio, fue recompensado siendo el último portador de la antorcha olímpica en Helsinki´1952.

Paavo Nurmi falleció el 2 de noviembre de 1973, y fue despedido en su país como el ídolo que siempre fue. Todavía en la actualidad, una estatua encargada por el Gobierno finlandés en 1924 y situada frente al Estadio Olímpico de Helsinki, recuerda la figura de uno de los más grandes atletas de todos los tiempos, el único capaz de lograr cinco medallas de oro en unos mismo Juegos Olímpicos. El finlandés volador siempre será un grande.


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miércoles, 19 de septiembre de 2012

El futbolista que desafió al nazismo

Considerado el mejor futbolista austriaco de todos los tiempos, Matthias Sindelar lideró la potente selección de su país en la década de los 30. Conocido como el Mozart del fútbol por su genialidad con el balón en los pies, pasaría a la leyenda por hacer frente a uno de los mayores tiranos de la historia, Adolf Hitler. Vivió para el fútbol y cayó en desgracia por su resistencia al totalitario régimen nazi. Siete décadas después de su muerte las causas de la misma siguen siendo un misterio, dando pábulo a todo tipo de teorías. Su historia representa como pocas la dignidad llevada al mundo del deporte.

En la década de los 30 no había en el fútbol europeo una selección como la de Austria, conocida como el Wunderteam, el equipo maravilla. Practicaba un juego de toque y fantasía que maravilló al planeta fútbol a base de espectáculo y resultados de escándalo, como un 8-1 sobre Suiza, un 8-2 a Hungría, un 0-5 a Escocia en Glasgow, o sendas goleadas a la selección alemana (5-0 en Viena y 0-6 en Berlín). También lo hicieron una tarde de 1932 en Standford Bridge, cuando a punto estuvieron de lograr lo que nunca nadie antes había logrado: ganar a Inglaterra en su campo. Pese a perder 4-3, los periódicos ingleses reconocieron la superioridad austriaca y se rindieron a su fútbol de vanguardia.

Y entre todos los jugadores de este formidable conjunto destacaba su capitán y estrella, Matthias Sindelar, el Mozart del fútbol, un delantero centro atípico. Alto, delgado, de rostro afilado y mirada triste, era un peligro constante para los rivales, y no sólo por sus numerosos goles sino también por su control del balón, rapidez, habilidad extrema para driblar, por sus extraordinarios pases… Tenía genio en los pies. Además, fue precursor de un estilo de delanteros todoterreno que podían retrasarse al centro del campo sin perder efectividad, como luego lo serían el húngaro Hidegkuti o Alfredo Di Stéfano. Sindelar era una estrella mayúscula en aquella época y el gran fenómeno del fútbol europeo de los años 30.

Nacido el 10 de febrero de 1903 en la región de Moravia, hijo de una humilde familia católica, empezó a jugar al fútbol en el barrio vienés de Favoriten, de mayoría judía, al que se habían trasladado al encontrar su padre trabajo como fundidor y herrero. Pasó su infancia pegado a un balón de fútbol y fue en las calles de este barrio obrero donde desarrolló su enorme talento. Allí le empezarían a conocer con el apodo de El Hombre de papel por su aparente fragilidad y habilidad para pasar entre los defensores rivales “flotando como si fuera una hoja de papel”. A los 15 años ficha por el Hertha Viena antes de llegar al Austria de Viena, el equipo de la clase media judía, al que guiaría a la conquista de cinco Copas y una Liga austriaca. Era el mejor y el más popular jugador del país; todo el mundo le adoraba, incluso los aficionados rivales.

Pero aquel “equipo maravilla” que él lideraba nunca tuvo la suerte que su talento merecía. No disputaron el Mundial de 1930 –el primero de la Historia- porque sus dirigentes no quisieron desplazarse a la lejana Uruguay, y cuatro años después, en Italia´1934, tuvieron que conformarse con un polémico cuatro puesto. Tras eliminar a selecciones favoritas como Francia o Hungría, se toparon en semifinales con la anfitriona. Mussolini no podía permitir la derrota de Italia en un torneo preparado a la medida de sus intereses políticos, y el partido resultaría un auténtico atropello: además de permitir el juego violento italiano, el árbitro anuló dos goles legales a Sindelar. En los últimos minutos, Guaita marcó el gol del triunfo de la selección azzurra, que certificaba el adiós del mejor equipo del Campeonato. Dos años después, Austria lograría la medalla de plata en los Juegos Olímpicos de Berlín.



Fútbol y política

En 1938 el Wunderteam ya no tendría opción de disputar el Mundial de Francia; de repente, la política se cruzó en su camino. Formaron una maravillosa generación de futbolistas sin fortuna. Su cuenta de grandes títulos se quedó a cero. Pero además, la historia de aquella selección austriaca refleja como pocas la sinrazón de los totalitarismos, y es la viva constatación de que política y deporte nunca han sido buenos compañeros de aventuras. Y Matthias Sindelar, y su trágica historia repleta de dignidad, son el mejor ejemplo de ello. Él sufrió como ningún otro futbolista las consecuencias de la manipulación que el fascismo hizo del deporte.

El 12 de marzo de 1938 las tropas de Hitler entran en Viena sin resistencia alguna y Alemania se anexiona Austria. El régimen nazi requisó instituciones y edificios estatales, despojó al país de sus colecciones de arte... A todos los efectos consideraban que había una sola Alemania y eso significaba, además, que no cabían dos selecciones de fútbol. Así, aquella anexión les ofrecía la posibilidad de formar un potente conjunto fichando a la fuerza a las estrellas del equipo austriaco, muy superior por calidad a la física y robusta selección alemana. La Copa del Mundo de 1938 sería una magnífica oportunidad para presentar al mundo a una Alemania unida y victoriosa con los talentos incorporados.

El 3 de abril de ese año, antes de concretarse aquella peculiar “anexión futbolística”, se juega en el viejo estadio Prater de Viena el último partido en el que se iban a enfrentar ambas selecciones, presidido por numerosas autoridades nazis. Se esperaba que fuera un encuentro amable, sin confrontación, algo así como un partido de bienvenida y fraternidad entre dos selecciones que históricamente habían vivido una gran rivalidad, pero que desde el momento en que el árbitro pitara el final formarían un solo equipo. “Ganar un partido es más importante para la gente que capturar una ciudad”, solía decir el ministro de propaganda nazi, Joseph Goebbels. Aquel encuentro era el mejor ejemplo de sus intenciones, y hay quien sostiene que aconsejaron a los austriacos dejarse perder para contentar a los mandatarios alemanes.



Humillación nazi

Pero nada más lejos de la realidad. Heridos en su orgullo, llenos de coraje, queriendo demostrar en su último encuentro como nación independiente la superioridad que todo el mundo conocía, el Wunderteam salió a por todas, aplastando a los alemanes con su juego creativo. Austria ganó con claridad por 2-0; Sindelar marcó el primer gol y fue, una vez más, la estrella del partido. Cuando su compañero Karl Sesta marcó el segundo, ambos lo celebraron bailando frente a la tribuna de las humilladas autoridades nazis. Aquella imagen le elevó a la categoría de mito, y le convirtió de paso en un personaje molesto para el régimen. Mientras gran parte de la sociedad austriaca había aceptado de buen grado la anexión alemana, aquel partido mostró un claro ambiente anti-nazi por parte de muchos de los aficionados que llenaban el Prater.

Hitler –sabedor de la importancia propagandística del deporte- soñaba con formar un equipo potente que borrara la humillación sufrida en los Juegos Olímpicos de Berlín´1936, y se frotaba las manos pensando que su nueva estrella sería el legendario hombre de papel. Pero Matthias Sindelar no era de la misma opinión. Rechazaba la anexión de su país y la política de sólo arios que amenazaba con expulsar a los judíos. Era un hombre rebelde que tenía principios y se negaba a admitir los atropellos de aquel régimen. No quería vestir la camiseta alemana y mucho menos hacer el saludo nazi antes de los partidos.

Bien es cierto que ya tenía 35 años, pero aún se encontraba en un momento álgido de su carrera. Asumiendo las consecuencias, decidió que aquel había sido su último partido, así que simuló lesiones y evadió, como buenamente pudo, cualquier intento del combinado alemán de contar con sus servicios. Pese a las intimidaciones y amenazas del Ministerio de Deportes del Tercer Reich, nunca jugaría con Alemania. Curiosamente, el fútbol –tantas veces utilizado por los nazis para fortalecer su imagen- se convertía entonces en vehículo de expresión de la resistencia, y Matthias Sindelar en símbolo de la contestación popular al régimen.

Varios hechos hablan a las claras de sus ideales y principios éticos. Con la irrupción del nazismo en Austria, se promulgó una ley que obligaba a los propietarios judíos a abandonar sus locales, lo que les forzaba a venderlos con rapidez. Esta obligación generó que los usureros pudieran comprar a muy bajo precio, lo que provocó grandes injusticias. Sindelar compró una cafetería a un hombre judío –de nombre Leopold Driell- y le pagó por ella 20.000 marcos, toda una fortuna en aquella época y más de lo que nadie había pagado por un local de este tipo. El jugador quiso ser generoso y se negó en rotundo a aprovecharse de la desesperación de Driell. Al tiempo, cuando el presidente del Austria de Viena fue expulsado de su cargo por ser judío, Sindelar le siguió considerando públicamente como un amigo.



Los últimos días de un hombre digno

Actos como estos le costaron el rechazo y la sospecha de los mandatarios nazis. Fue reportado desfavorablemente en los informes de la Gestapo y catalogado como “amistoso hacia los judíos” y “reacio a acudir a manifestaciones del Partido”. Nunca más viviría tranquilo, siendo vigilado y perseguido por la policía. Algunas versiones de la época cuentan que pasó meses recluido en su departamento del centro de Viena debido a las presiones del régimen nazi y que incluso intentó escapar a Suiza sin éxito. Mientras tanto, la “nueva y potente” selección alemana, reforzada con jugadores austriacos, fracasaba en el Mundial de 1938, siendo eliminada en primera ronda.

A partir de aquí, y debido a la actitud rebelde de Sindelar y a las sospechas que levantaba entre las autoridades, los últimos meses de su vida están envueltos en un halo de misterio, a medio camino entre las certezas y la leyenda. Las certezas nos conducen a la muerte del futbolista el 23 de enero de 1939 en su vivienda. Se sabe que unos días antes se había declarado a su novia, Camila Castagnola, una chica italiana de origen judío. Tras una noche de alcohol y pasión, un amigo suyo fue a buscarle pero nadie contestó cuando llamó a la puerta de su departamento.

Extrañado, abrió a la fuerza encontrándose en la cama el cuerpo desnudo y sin vida de Sindelar. A su lado, agonizante, estaba su novia, quien moriría poco después. La causa oficial de ambas muertes fue la inhalación accidental de monóxido de carbono, versión que corroboraron varios vecinos asegurando haber tenido problemas con la calefacción del edificio desde unos días antes. Sindelar era un héroe para los austriacos y a su funeral acudieron 40.000 aficionados.

El caso tardó seis meses en cerrarse por orden gubernativa, y oficialmente se consideró una muerte accidental. Sin embargo, ya se habían disparado todo tipo de teorías. Algunos atribuyeron su muerte a la Gestapo que, según esta versión, habría saboteado el conducto de gas de su vivienda para matarle lentamente; otros especularon con un posible suicidio de la pareja, desesperados ante las presiones del régimen nazi. La verdad nunca se supo y ya nunca se sabrá. Pero sea cual fuera la causa de su muerte, lo que no morirá nunca es su leyenda. Matthias Sindelar, El Hombre de papel, el Mozart del fútbol, fue un extraordinario futbolista (el mejor que jamás haya dado Austria) y un hombre de principios y enorme dignidad que nunca se resignó a ver pisoteados sus derechos. Ese fue su mejor gol.



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sábado, 14 de julio de 2012

El Tour de Vicente Blanco "El Cojo"

En plena disputa del Tour de Francia queremos recordar la fascinante historia de Vicente Blanco “El Cojo”, el primer gran héroe español en la más importante carrera ciclista por etapas. La vida le había castigado brutalmente, con dos graves accidentes que le destrozaron los pies, pero pocos años después, en 1910, se presentaba en la línea de salida de la Grande Boucle tras protagonizar una extraordinaria aventura.



Hijo de marinero, Vicente Blanco Echevarría (Deusto, 1884) trabajó desde los 13 años en un barco, primero como pinche de cocina y más tarde como palero en la sala de máquinas. Allí, paleando carbón y aguantando condiciones extremas de calor, se forjó un físico duro y una alta resistencia al sufrimiento. Cuando desembarcaba en los puertos extranjeros quedaba deslumbrado viendo las primeras bicicletas, y siempre que le resultaba posible alquilaba una para dar un paseo. Así se fueron construyendo sus sueños de convertirse en un campeón del ciclismo.

Buscando un futuro más próspero dejó el mar para empezar a trabajar en la industria metalúrgica. Pero allí, más que la prosperidad encontró la desgracia en forma de dos graves accidentes. Con apenas 20 años, trabajando para “La Basconia”, una barra de metal incandescente le atravesó el pie izquierdo, destrozándoselo casi por completo. Dos años después, desempeñándose en los astilleros Euskalduna, los engranajes de una máquina le atraparon el pie derecho, sufriendo la amputación de sus cinco dedos.

Con los dos pies prácticamente inútiles -como dos muñones-, Vicente Blanco “El Cojo”, dejó la metalurgia y comenzó a trabajar en la ría de Bilbao como botero, cruzando gente de una orilla a otra. Así conseguiría ahorrar el dinero para comprarse su primera bicicleta, una máquina vieja, pesada y llena de óxido, que él mismo desmontó pieza a pieza y restauró con esmero. Aquella bici destartalada carecía de neumáticos y, sin medios para comprar unos nuevos, colocó para tal función unas gruesas cuerdas de amarrar barcos que tenían el mismo grosor.

Y es que, pese a todos los reveses sufridos en la vida, y poseedor de una admirable capacidad de sacrificio, nunca cejó en su empeño de ser ciclista. Más bien al contrario, encima de la bicicleta encontraba mayor facilidad para desplazarse que andando con sus destrozados pies, así que empezó a entrenar a diario. También practicó natación, remo y hasta disputó con éxito alguna carrera pedestre, pese a su notable cojera. Nada le parecía suficiente obstáculo. Sin duda, era de Bilbao.




Primeros triunfos

Sería en 1907 cuando solicitó a la Federación Atlética Vizcaína (FAV) federarse para participar en pruebas regionales. En principio le miraron con compasión pensando que ese hombre desgarbado y cojo, con aquella ruina de bicicleta, nada podría hacer en el duro mundo del ciclismo. Sin embargo, lleno de osadía y desparpajo, les convenció para que le dieran una oportunidad en las siguientes carreras que se habrían de disputar en Bilbao. En ellas, destacó sobremanera, tanto por su gran resistencia física como por el apetito voraz que mostraba en las comidas post carrera.

Vicente Blanco era un personaje peculiar y de aquella época nos llegan numerosas anécdotas que dan fe de ello. Como el día que quiso participar en calzoncillos en una de sus primeras carreras por las calles de Bilbao y a punto estuvo de acaba en la cárcel por escándalo público. Vio que todos sus compañeros vestían equipaciones ciclistas que dejaban sus piernas y brazos al descubierto mientras él iba con pantalones largos, y no se le ocurrió mejor idea que desprenderse de éstos para intentar imitarles.

Sus victorias en carreras locales y regionales hicieron que la FAV le nombrara su representante para el Campeonato de España de 1908, que se celebraría en Gijón, y en el que -compitiendo ya con una bicicleta en condiciones- derrotaría a las figuras nacionales de la época. De esta carrera se cuentan dos anécdotas que dejan a las claras su peculiar carácter, a medio camino entre la picardía y la ingenuidad. Días antes le dijeron que si comía mucha carne estaría más fuerte en la carrera, así que ingirió tantas chuletas que durante el viaje a Gijón –que hizo en bicicleta- creyó morir por las fuertes diarreas que tuvo. Pese a ello, ganó la prueba echando mano, eso sí, de la picaresca.

La carrera se disputaba sobre un recorrido de 100kilómetros, y a mitad del mismo los participantes debían firmar en un control de paso. Cuatro ciclistas llegaron destacados a este punto; Blanco se apresuró a ser el primero en estampar su firma y volvió a arrancar a toda prisa. Cuando el siguiente corredor fue a firmar se dio cuenta de que la punta del lápiz estaba rota. No había otra cosa con lo que escribir, así que tuvieron que esperar a que el juez del control sacara punta al lápiz con una navaja. Con esta artimaña, Blanco ganó un tiempo precioso que ya no le podrían recuperar, pese a llegar con muy pocos metros de ventaja sobre el segundo clasificado. Tras cruzar la meta, caería desfallecido por el esfuerzo y las secuelas de sus problemas estomacales por el atracón de carne. Además del título de Campeón de España, se llevó quinientas pesetas, en lo que fue su primer gran premio en metálico.



Rumbo a París

Torpe para andar, El Cojo volaba sobre su bicicleta, consagrándose como el mejor ciclista español del momento. Al año siguiente volvería a repetir triunfo en el Campeonato de España disputado en Valencia, bajo la lluvia y un piso infernal, aventajando en más de media hora al segundo clasificado. Tras este éxito espectacular y otros resultados de mérito, el presidente de la Federación Vizcaína, Manuel Aranaz, le animó a probar suerte en la edición de 1910 del Tour de Francia, la carrera que naciera como una aventura en 1903, y que en tan sólo siete ediciones se había consagrado como la más dura y prestigiosa de las batallas ciclistas. Nunca antes un español (o al menos así se creía entonces) había tomado parte en ella. Y allí estaría él, en busca de aventura, fama, y de los suculentos premios en metálico que se repartían.

Aquel año Henri Desgrange, creador y organizador del Tour, tenía una diabólica sorpresa para los corredores: por primera vez se subirían los grandes puertos pirenaicos (Peyresourde, Aspin, Tourmalet, Soulor y Aubisque), cimas que con los años llegarían a ser míticas, en un trazado auténticamente infernal. Una cuarta parte de los inscritos se retiró al conocer el recorrido, pero no lo haría nuestro protagonista, valiente hasta la temeridad. Nada le echaría para atrás, ni siquiera la falta de medios económicos que le impedían pagarse un billete en tren hasta París.

Así que allí tenemos a Vicente Blanco cogiendo algo de comida, unas monedas y la carta de presentación que su amigo y valedor Manuel Aranaz había redactado para entregar a Desgrange, antes de emprender rumbo a la capital francesa; 1.100 kilómetros que recorrería ¡en bicicleta! Aquí empezó realmente su Tour de Francia. Tras cinco días de viaje a golpe de pedal, por carreteras descarnadas, polvorientas y plagadas de baches y piedras, llegó a París el día previo al inicio de la carrera, con la bicicleta destrozada, extenuado y enfermo por el esfuerzo.

Allí contactó con un español llamado Joaquín Rubio, quien trabajaba como mecánico en la empresa de bicicletas Alcyon. Éste le proporcionó una máquina algo más ligera (de “tan sólo” 15 kg de peso) y le ayudó a formalizar su inscripción en la sede del periódico L´Auto. Llevaría el dorsal 55 dentro de la categoría de los corredores “isolés”, popularmente conocidos como los desheredados, ya que competían sin el apoyo de un equipo profesional. Salían solos, a la aventura, y tenían que buscarse la vida para comer, alojarse, reparar la bicicleta o solucionar cualquier contratiempo que les surgiera.





Una aventura efímera

Al día siguiente, el 3 de julio, tomó la salida junto a otros 109 ciclistas con la intención de completar las 15 etapas y 4.734 kilómetros de que constaba aquella edición del Tour de Francia. Entre aquellos ciclistas estaban algunos de los más prestigiosos del continente (Octave Lapize, François Faber, Gustave Garrigou…), y también José María Javierre, protagonista de un encendido debate sobre si se le debe considerar el primer español en participar en el Tour. Javierre nació en Jaca, pero con tan sólo cuatro años de edad emigró con su familia a Francia, convirtiéndose en Joseph Habierre. Allí se formó como ciclista, se sentía francés y como tal se inscribió en los Tours de 1909 y 1910… pese a que no consiguió la nacionalidad francesa hasta 1915. Nosotros pasaremos de puntillas sobre este debate y nos seguiremos centrando en la fascinante historia de Vicente Blanco, El Cojo.

Acabó la primera etapa, de 272 kilómetros con final en Roubaix y numerosos tramos de pavés, en noveno lugar, pese a haber sufrido varias caídas. Pero su mala alimentación y precaria salud debido al brutal esfuerzo realizado los días previos sólo le dejaron completar dos etapas. Al tercer día, sin aliento, decide abandonar, incapaz de oponer resistencia a los que él llamó “fieras bien alimentadas”. De esta manera terminaba su sueño en la ronda gala, en una edición que resultó especialmente dura. Sólo llegaron a París 41 de los 110 ciclistas que fueron de la partida, y para la historia ya ha quedado el grito de “¡Asesinos!” que Octave Lapize dedicó a los organizadores al coronar el puerto del Aubisque, en aquella etapa infernal que inauguró los colosos pirenaicos.

La vuelta desde Francia la hizo en tren y fue recibido en la estación de Abando como un auténtico héroe. Era una celebridad. Tras aquella aventura fallida, Blanco siguió disputando carreras y vueltas por etapas hasta que decide dejar la bicicleta en 1916. Casado y con dos hijos, cuando se retiró del ciclismo se dedicó al transporte de mercancías y después se metió en diversos negocios que acabaron resultando ruinosos, dejándole en una difícil situación económica. A partir de aquí, poco más se supo de su vida, sólo que enfermó de próstata y murió a los 73 años.

En su entierro alguien recordó lo que el diestro Cocherito de Bilbao decía de él cuando le presentaba a sus amistades: “Aquí tienen al hombre que en su cuerpo reúne más cicatrices que todos los toreros de España juntos”. De esta manera terminaba la vida de este deportista humilde y esforzado, un auténtico aventurero, un hombre sin suerte pero lleno de tesón. Puro coraje. El primer gran héroe español en el Tour de Francia, protagonista de una auténtica gesta de leyenda.





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sábado, 23 de junio de 2012

Micah True (Caballo Blanco): ¡Libre para correr!

Correr en libertad fue su vida, y corriendo encontró la muerte el pasado mes de marzo en las montañas del desierto de Sonora, en la frontera entre Arizona y Nuevo México. Micah True, conocido como Caballo Blanco, era un espíritu libre y una leyenda del ultrafondo. El libro Nacido para correr, de Christopher McDougall, narró su relación con los indios rarámuris (o tarahumaras, como se hacen llamar) y de paso catapultó a la fama a este “indio gringo” que hizo de la carrera un modo de vida.



"No soy más que un indio gringo, amigo, corriendo humildemente con los rarámuris" (Micah True)

El pasado 27 de marzo, Micah True salió a correr por el Desierto de Sonora, también llamado Desierto de Gila a causa del río del mismo nombre que le atraviesa, una zona de cañones y mesetas a caballo entre los estados de Arizona y Nuevo México. Vestía, como de costumbre, camiseta, pantalón corto y sandalias, y no le faltaba la botella de agua sin la que nunca salía. Avisó que iba a correr unos 20 kilómetros, una minucia para él, acostumbrado a rodajes interminables, pero pasaron las horas y no regresó al refugio en el que se alojaba.

Se inició entonces su búsqueda en la que se llegó a batir una superficie de 1.000 km2 del gran desierto, tarea en la que no se escatimaron esfuerzos: medio centenar de personas, perros, vehículos todoterreno y hasta aviones. Incluso participaron en la búsqueda algunos de los mejores corredores de ultrafondo del mundo como Scott Jurek o Kyle Skaggs, y el escritor Chris McDougall, autor de Nacidos para correr, libro que recoge sus peripecias vitales y su relación con los indios tarahumaras, y que le dio fama mundial. Su cuerpo fue encontrado cuatro días después, ya sin vida, con las piernas dentro de un arroyo y su inseparable botella al lado, “sin signos de haber sufrido ningún traumatismo”, según manifestaría el sheriff local. Las causas de la muerte no han trascendido, pero todo apuntaba a un colapso cardiaco. Sólo, en libertad y corriendo. Un hombre de principios, un espíritu libre, Caballo Blanco murió tal y como eligió vivir.

Michael Randall Hickman -que este era su verdadero nombre- había nacido en 1954 en Boulder (Colorado). Hijo de un sargento de Artillería del Cuerpo de Marines, vivió durante su infancia en diversas bases del ejército norteamericano. En su época universitaria (estudió “Historia americana y religiones orientales”) empezó a practicar boxeo para ganar algo de dinero con el que pagarse los estudios. No le fue mal en este deporte y acabó boxeando de manera profesional con cierto éxito, entre 1974 y 1982, con el nombre de Mike “True” Hickman. El apodo de True se lo puso en homenaje a su viejo perro… y ya quedaría con él para siempre. Y el posterior Micah estaría inspirado en el espíritu “valiente e intrépido” del profeta del Antiguo Testamento del mismo nombre.




Nacido para correr

Pero su verdadera pasión era correr. Una pasión que le había inculcado un curioso ermitaño de Maui, una de las islas de Hawaii, donde residió algún tiempo. Correr largo y correr sólo, por la montaña, por cualquier sendero o camino por el que se pudiera sentir libre. Durante 20 años, Micah True siguió el mismo ritual: cada verano trabajaba duro haciendo mudanzas en su Boulder natal para ganar el dinero suficiente con el que vivir el resto del año allí donde podía hacer lo que más le gustaba: en las remotas montañas de México, corriendo y disfrutando de la libertad, haciendo entrenamientos interminables que sumaban con frecuencia más de 280 kilómetros semanales. “Decidí que iba a encontrar el mejor lugar del mundo para correr, y así fue –reconocería a Chris McDougall en una de sus conversaciones-. La primera vez que lo vi me quedé boquiabierto. Me excité tanto que no podía esperar a salir a correr. Estaba tan sobrecogido que no sabía por dónde empezar. Pero este es un terreno salvaje. Así que tuve que esperar un poco”.

Así, conoció a los indios tarahumaras (considerados los corredores más resistentes del mundo), por los que pronto sintió verdadera fascinación, y entre los que vivió adaptándose a sus costumbres. Los tarahumara son un pueblo muy tranquilo y humilde, pobladores de las salvajes e impenetrables Barrancas del Cobre, en el estado de Chihuahua (México), y poseedores de una resistencia descomunal que les permite correr cientos de kilómetros seguidos. Están genéticamente adaptados a las carreras de fondo, y para ellos es su estilo de vida. De ellos, True aprendió todo lo que necesitaba saber para terminar de forjar su talento para las largas distancias: su técnica de carrera, sus alimentos y bebidas llenos de energía… y su curioso calzado, ya que corren calzando tan sólo huaraches, unas finas sandalias de cuero que ellos mismos se fabrican de manera artesanal. Con ellas, superó las molestias que arrastraba desde hacía años en los tendones del tobillo, y nunca más se lesionaría.

Después de unos años en las barrancas conviviendo con los tarahumaras, Caballo Blanco se había hecho más fuerte, estaba más sano, y corría más rápido que nunca en su vida: “Todo mi enfoque hacia el hecho de correr ha cambiado desde que estoy aquí”, reconocería a McDougall. Pero, sobre todo, aprendió numerosas lecciones de vida para manejarse en un territorio tan hostil, tierra de sequías y cañones casi inaccesibles. En él, Micah True encontró su tierra prometida, y una hermosa forma de vivir que adquiría todo su sentido a través de la carrera de larga distancia, actividad con la que exploraba los límites de su resistencia: “Siempre estoy perdiéndome y teniendo que escalar, con una botella de agua entre los dientes y águilas volando por encima de mi cabeza. Es algo hermoso”.


Cooper Canyon Ultra Maratón

Micah True es el personaje central del libro Born to Run (Nacidos para correr) de Christopher McDougall, escritor norteamericano que también se sintió fascinado por lo que eran capaces de hacer los tarahumaras. Colaborador de The New York Times, viajó hasta México para conocer a este pueblo y a su mejor embajador, el norteamericano que se hacía llamar Caballo Blanco. De lo que allí vio y vivió, y de sus charlas con True, salió todo un bombazo editorial que ha vendido más de un millón de ejemplares en todo el mundo, y que disparó la fama y notoriedad de Caballo Blanco, quien se convertiría en un icono entre los corredores de larga distancia por su activismo y capacidad de superación. Amaba correr, y transmitía esa pasión a todos.

Fue el fundador y alma de una de las carreras de ultrafondo más famosas que jamás hayan existido: la Cooper Canyon Ultra Maratón (el ultramaratón de las Barrancas de Cobre), prueba anual que tiene su comienzo y final en la Plaza del pueblo de Urique, en Chihuahua, y en la que participan sobre todo indios rarámuris. La carrera consta de 50 millas (unos 80 kilómetros) a través de desfiladeros y caminos pedregosos. Para Caballo Blanco, aquella prueba era mucho más que una simple competición deportiva: “Mientras algunos están en guerra en muchas partes del norte de México y del mundo, nosotros nos reunimos en lo más profundo del cañón para compartir con los nativos, comer, reír, bailar, correr y traer la paz”.

Y mucho más que la paz, puesto que con esta carrera pretendía llevar algo de prosperidad al pueblo tarahumara. Por eso, además de dinero para los primeros clasificados, en la Cooper Canyon Ultra Maratón se reparten toneladas de alimento y semillas de maíz entre los nativos que completan el recorrido. La primera edición de esta prueba se celebró en 2003, y la última tuvo lugar el pasado 23 de marzo, tan sólo cuatro días antes de que a Caballo Blanco le alcanzara la muerte en el desierto de Sonora. Sólo, en libertad y corriendo. Tal y como siempre fue feliz. En una ocasión dejó escrito: “Si se me va a recordar por algo, me gustaría que fuera por mi autenticidad. No más. ¡Libre para correr!” Así sea.

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domingo, 11 de marzo de 2012

Dorando Pietri: la leyenda del perdedor

El maratón de los Juegos Olímpicos de Londres´1908 pasaría a la historia por ser la carrera en la que se establecieron por primera vez los 42,195 kilómetros como la distancia para esta prueba. Pero también sería recordada por lo que le aconteció a un pequeño atleta italiano, de nombre Dorando Pietri. Su dramática llegada a meta, y posterior descalificación, llegó al corazón de todos los espectadores y le catapultó a la fama. Aquí recordamos su historia.


La ciudad de Londres acogía la cuarta edición de los Juegos Olímpicos modernos, tras las celebradas en Atenas, París y Sant Louis. Hasta entonces, las carreras de maratón se disputaban sobre unos 40 kilómetros, la distancia que separa Maratón de Atenas, trayecto que recorrió el soldado Filípides para anunciar la victoria sobre el ejército persa en el año 490 a.C., según nos cuenta la leyenda sobre el origen de esta prueba. Pero en esta ocasión tendría una distancia algo superior a la habitual, por decisión real. Como no podía ser de otra manera, la carrera finalizaría en el majestuoso Sheperd Bush Stadium, con capacidad para 75.000 espectadores. Pero para que pudiera iniciarse en los jardines del Castillo de Windsor, residencia de los Príncipes de Gales, hubo de establecerse un recorrido de 26 millas y 385 yardas (42,195 kilómetros). En 1.921, por razones nunca suficientemente explicadas, se tomó la decisión de establecer esta distancia como la definitiva para todas las pruebas de maratón.

A las dos y media de la tarde del 24 de julio, se daba la salida oficial a la carrera, que resultaría ser una auténtica locura. El día fue especialmente caluroso en Londres, lo que afectaría sobremanera a los 56 participantes, la mitad de los cuales acabarían retirándose. Mediada la prueba, al paso por Sudbury, marcha en cabeza el piel roja canadiense Tom Longboat, quien pocos kilómetros después empieza a mostrar signos de debilidad. Sus acompañantes intentan reanimarle con una botella de champán, pero debió beber más de la cuenta porque unos minutos después acabaría tendido en el suelo.

Toma el relevo al frente de la carrera el sudafricano Charles Hefferson, quien al paso por el kilómetro 30 aventaja en más de cuatro minutos al segundo clasificado, el italiano Dorando Pietri; algo más atrás, transita el joven norteamericano John Hayes. Pero Hefferson sufre una terrible crisis, mientras el pequeño y fornido atleta italiano (1,59 metros; 60 kilos de peso) avanza con paso firme, dando sensación de una gran frescura. En el kilómetro 38 le alcanza y acelera de nuevo; al paso por el 40, Pietri transita en solitario con una amplísima ventaja, en busca de la victoria.



Una escena dramática

Días después, el propio atleta relataba a un periodista de Corriere della Sera lo que ocurrió a partir de ese instante: “Soy primero. Podía disminuir la marcha, pero a la vez estoy lleno de una furia que me hace correr más deprisa (…) Ahora que el camino está libre delante de mí no sé frenarme. Paso entre dos filas llenas de público que no veo, pero huelo. Miro siempre al frente buscando algo que no veo aún, porque la carretera tiene muchas curvas (…) Ahora veo allá, al fondo, una masa gris que parece un buque con el puente abanderado. Es el estadio. Después no recuerdo nada más”. Efectivamente, ya no podría recordar nada más. A partir del kilómetro 41 Pietri se había quedado absolutamente “vacío” de fuerzas, fruto de la fatiga extrema y la deshidratación.

Sus últimos metros resultan dramáticos. Al entrar al Sheperd Bush Stadium, desorientado y con el rostro desencajado, toma el sentido equivocado de la pista y debe ser redirigido por los jueces. Inconsciente y con pasos erráticos, se tambalea y cae sobre la ceniza de la pista una y otra vez. Cae y se levanta, así hasta cuatro veces, y en cada ocasión debe ser ayudado por varios jueces y un médico. Le ponen en pie, le reaniman, le dan masajes, le orientan a meta… Su última recta en un calvario, pero Pietri se resiste a retirarse. Cae por última vez a cinco metros de la llegada, justo en el momento en que John Hayes está entrando en el estadio olímpico. El público asiste a la escena con el corazón encogido.

Tarda más de nueve minutos en recorrer los últimos 350 metros, y cruza la línea de meta en un tiempo de 2h 54´46”, ayudado y sujetado por un juez, en una de las imágenes más famosas de la historia del olimpismo. Nada más llegar se desploma y permanece un tiempo tendido en el suelo, auxiliado por médicos y organizadores. Se dijo incluso que estuvo en riesgo de fallecer por el brutal sobreesfuerzo. Pocos segundos después llega a meta Hayes, y tras él lo harían Hefferson y otros dos norteamericanos (Frenshaw y Welton). Inmediatamente, la delegación estadounidense presenta una reclamación por la ayuda recibida por Pietri, quien es descalificado. Hayes se convertiría en el ganador oficial de aquel maratón.

Pero curiosamente el pequeño atleta italiano lograría más fama que el vencedor, al protagonizar el acontecimiento más conmovedor de aquellos Juegos. Era el vivo reflejo del esfuerzo máximo sin premio; un héroe sin corona. Aquella gesta inacabada de Dorando Pietri trascendió el ámbito de lo deportivo para convertirse en leyenda; su desgracia había llegado al corazón del público británico. Pasó toda la noche en observación recibiendo atenciones médicas, tal fue el estado de agotamiento en que llegó. Al día siguiente, la reina Alejandra, en el acto de entrega de trofeos a los ganadores, quiso premiar el pundonor de Pietri, entregándole una copa de plata acompañada de sentidas palabras de admiración. Ya se había convertido en una celebridad internacional.



Una popularidad inusitada

Nacido en Mandrio, localidad de Reggio Emilia (Italia), el 16 de octubre de 1885, Pietri pasó su juventud en el pueblo de Carpi (Módena), donde trabajó de ayudante en una fábrica de confección y, posteriormente, en una pastelería. Con 19 años, acude a esta localidad a tomar parte de una carrera Pericle Pagliani, el atleta más famoso de Italia en aquella época. Pietri, convencido por sus amigos, participa vestido con su ropa de trabajo, y a punto está de derrotar a Pagliani. Animado por este inesperado éxito, participa pocos días después en una carrera de 3.000 metros en Bolonia, en la que queda segundo. A partir de entonces, empezaría a entrenar con regularidad.

Su primer éxito internacional llegaría en 1905, al vencer en los 30 kilómetros de París, y meses después gana el maratón de calificación para los Juegos Interolímpicos, con los que se quería conmemorar en Atenas el décimo aniversario de los de 1896. En esa carrera tuvo que abandonar por un problema intestinal cuando iba primero con 5 minutos de ventaja. Pese a ello, ya se había consagrado como el mejor atleta italiano de largas distancias, algo que confirmaría en 1907 venciendo en el Campeonato de Italia de 5.000 y 10.000 metros. Desde entonces, empezaría a preparar a conciencia el maratón de los Juegos Olímpicos de Londres, la carrera que, pese a su desdichado final, le otorgaría popularidad y fortuna.

A partir de ese momento le llovieron ofertas para participar en carreras de exhibición en los Estados Unidos -mitad deporte, mitad espectáculo-, en algunas de las cuales se enfrentaría con John Hayes. Tan popular se hizo que el compositor Irving Berlín compuso un tema titulado Dorando, alusivo a su hazaña, y recibió propuestas de matrimonio de diversas mujeres. Siguió corriendo por todo el mundo hasta 1911, aprovechando su popularidad para recaudar un buen dinero. Un año antes había conseguido su mejor marca personal en un maratón; fue en Buenos Aires, donde marcó un tiempo de 2 horas, 38 minutos y 2 segundos.

A los 26 años y tras haber ganado 200.000 liras (toda una fortuna en aquella época), Dorando Pietri se retira. Monta junto a su hermano un hotel, pero el negocio fue un fracaso. Después, se traslada a San Remo, donde abre un taller mecánico. En una estantería del mismo lucía con orgullo la Copa de plata que le entregó la reina Alejandra y la fotografía que inmortalizaba dicho momento. Aquella derrota fue su mejor triunfo. A los 56 años, el pequeño héroe de los Juegos Olímpicos de Londres se desplomó de nuevo, pero esta vez ya no se levantó. Un paro cardiaco había acabado con su vida.


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