jueves, 12 de marzo de 2015

Ironwar: 25 años de un duelo de leyenda

Ningún duelo como aquel en el mundo del triatlón. El que enfrentó en Hawái en 1989 al vigente campeón –Dave Scott, el primer gran ídolo que tuvo este deporte- y al eterno aspirante, Mark Allen, con el título Mundial de Ironman en juego. El traspaso de poderes se produjo tras una batalla sin cuartel, conocida como “Ironwar”. Es la carrera más recordada de la historia del triatlón, de la que se cumplieron 25 años el pasado octubre. Así ocurrieron las cosas.

Tras ocho horas de lucha a ritmos desbocados, al límite de la resistencia, tan sólo 58 segundos separaron la derrota de la gloria. Un margen muy estrecho. Pero eran 58 segundos que valían un reinado. Era Hawái. Era el Campeonato del Mundo Ironman. Pero terminaría siendo mucho más que una carrera, aunque los protagonistas igual no lo supieran la mañana del 14 de octubre de 1989 cuando se preparaban en la orilla de la playa de Kailua-Kona.

Dave Scott, de 35 años, era seis veces campeón del mundo en Hawái y el gran referente de las pruebas Ironman. Mark Allen, a sus 31 años, era el eterno aspirante, un competidor voraz que había logrado victorias en numerosos triatlones de prestigio en distancia olímpica, pero que parecía tener alguna maldición en el Ironman de Hawái, la carrera que reunía a los principales patrocinadores y a los mejores triatletas. Por aquel entonces, para ser “alguien” en el triatlón había que destacar en Kona.

Y por uno u otro motivo (desfallecimientos, averías mecánicas…) a Mark Allen se le había resistido en sus seis intentos. Prácticamente invencible en otras carreras, parece encontrar un muro mental en Hawái y en Dave Scott. Por eso, muchos no le veían como favorito aquel 14 de octubre, pese a llevar pleno de victorias (nueve de nueve, y dos de ellas sobre Scott) en las pruebas que había disputado en 1989. Pero esta carrera es otra historia. “Cuando se llega a Hawái hay que poner todo lo que hiciste antes en el cubo de basura”, dijo Allen a la cadena ABC Sports antes del Ironman de 1987.

Lo que muchos no sabían es que, tras seis intentos fallidos, Mark buscó respuestas físicas y mentales en su interior. Así, meses antes de la carrera, decide viajar a Nueva Zelanda para aislarse completamente y entrenar más duro que nunca aprovechando el clima benigno de aquella época en la isla. Allí se exprime durante seis semanas como nunca antes lo había hecho, sin ningún tipo de distracciones, comprobando hasta donde puede llevar sus entrenamientos si está totalmente centrado en ello. Además, empieza a trabajar su concentración, buscando aislarse mentalmente de los obstáculos que una vez tras otra se encontraba en Kona: la distancia, el calor, la humedad, Dave Scott… Debía superar todo eso que le bloqueaba y pensar únicamente en sí mismo.



Codo con codo

A las siete de la mañana, con los primeros rayos del sol, se daba la salida a una carrera que sería calificada como “la mejor jamás vivida en el mundo del triatlón”. Tras 48 minutos nadando (3,8 km), salen del agua destacados el alemán Wolfgang Dittrich y el norteamericano Rob Mackle. Menos de un minuto después llegan a la primera transición, practicamente igualados, Dave Scott y Mark Allen, quienes parecen marcarse. Nada más iniciarse el segmento de bicicleta (180 km) se destaca Dittrich, formándose detrás un grupo de cinco perseguidores: Mark Allen, Dave Scott, Mike Pigg (2º en Kona el año anterior), Rob Mackle y Ken Glah. Los cinco harían juntos casi todo el segmento ciclista, que transcurre en su mayor parte por Queen Kaahumanu, una interminable carretera con piedra volcánica a ambos lados y algún que otro arbusto como único adorno. Auque aprieta en los kilómetros finales sobre la bicicleta, Scott no puede distanciar a Allen, llegando juntos a la segunda transición, dos minutos después del alemán.

Pocas millas después de empezar a correr, rebasan a un exhausto Dittrich. Para entonces, ya corrían en paralelo, hombro con hombro, por la autopista Queen Kaahumanu, en dirección sur hacia la costa de Kailua-Kona. Y así fueron durante más de 30 kilómetros, sin dirigirse una palabra, sin cruzarse una mirada, para configurar una imagen que ha pasado a la historia. Ambos concentrados en su esfuerzo, mirada al frente, rictus de concentración.

Dave Scott, con el dorsal 23 pintado en brazos y muslos, camiseta de tirantes blanca y pantalón verde y negro, visera y gafas deportivas. Mark Allen, con el dorsal 5, camiseta blanca, amarilla y negra y pantalón amarillo, gorra del mismo color y gafas deportivas a juego. Y siguiéndoles, una caravana de coches y motos que controlaban la carrera a la vez que disfrutaban en silencio del espectáculo. Entre ellos se encontraba Bob Babbit, editor de la revista Competitor, quien viajaba en un descapotable 50 metros detrás de los atletas. Maravillado por el duelo, ideó el título para la portada de su próxima edición: “Ironwar”. Con ese nombre se conocería la carrera a partir de entonces.

Sólo se escuchaba el jadeo de sus respiraciones, el golpe rítmico de sus pisadas contra el suelo y el esporádico grito de ánimo de algún espectador. Desafiando todas las teorías conocidas sobre el agotamiento físico en una prueba de la dureza del Ironman, corrieron en todo momento a un ritmo desbocado, camino de pulverizar el record de la prueba en poder del propio Scott (los 8:28:37 que marcó en 1986). Sobre el infierno de la Queen Kaahumanu, cuyo asfalto rondaba los 40º C, con sus cuerpos al límite del sufrimiento, parecía el momento de confiar en el poder de sus mentes, aquel que –según reconocería después Mark Allen- le llevó a dar ese último paso que siempre le faltó en Hawái.



El poder de la mente

Y aquí entra en escena un episodio que pudiera parecer anecdótico a primera vista, pero al que Allen atribuye gran parte de su éxito en aquella carrera. Dos días antes se encontraba ojeando una revista cuando le llama la atención el anuncio de unas charlas sobre chamanismo en México. Las mismas estaban dirigidas por un indio de 100 años de edad llamado José Matsuwa y por su nieto adoptivo, Brant Secunda. Leyó con interés sobre sus tradiciones y filosofía de vida -que hablaban de la fuerza interior, de la energía de la verdad, y de la felicidad de sentirse libre y vivo-, y se le quedó muy grabado el rostro de aquel anciano chamán, “que transmitía una absoluta confianza en la vida”. El recuerdo de su imagen y sus palabras pareció darle, por fin, la determinación mental que necesitaba para reactivar su cuerpo y triunfar en Kona.

Estaba a punto de cumplirse las tres de la tarde y algo histórico iba a suceder. Se acercaban al kilómetro 40 cuando Dave Scott empezó a acusar el esfuerzo y a quedarse rezagado de su rival. Allen, imperial, seguía rodando a un ritmo descomunal para tratarse de aquella prueba: 3:47 el kilómetro. Buena prueba de ello es que el tiempo que empleó en completar esos 42,195 km (2:40.04) sigue vigente, 25 años después, como el record del maratón en el Ironman de Hawái.

Así recordaba Mark Allen esos instantes decisivos: “A mitad del maratón empecé a estar muy cansado y pensé: “otra vez igual; Scott va a ganar… nunca voy a poder triunfar en esta carrera de locos”. Me concentré tanto en tratar de mantener su ritmo que mi mente se tranquilizó y, en ese momento, la imagen del viejo chamán del que leí algo unos días antes volvió a mi mente. En aquel folleto estaba la imagen de su rostro y decía: “estoy contento de estar vivo”; de alguna manera en aquel momento pensé en ello y recobré fuerza interior. Me di cuenta que era feliz por estar aquí junto a este hombre. Me sentía como si estuviera ganando energía pese a que la intensidad del duelo iba en aumento. A dos kilómetros y medio para finalizar, en la subida final, me alejé. Era consciente de que no había terminado aún; en la cuesta abajo había alguna posibilidad de que mis piernas sufrieran calambres, pero cuando llegué a la parte inferior de la colina y miré hacia atrás ya no veía a Dave. Corrí los últimos tres cuartos de milla con la mayor sonrisa y con lágrimas de alegría porque había sido difícil llegar a ese momento”.



Una rivalidad feroz

Y así, después de 140 agotadoras millas (226 km), tras más de ocho horas de castigo al cuerpo, menos de un minuto separó a ambos triatletas en la línea de meta en el Paseo Marítimo Ali´i Drive. Con una bandera norteamericana en sus manos, y exultante de alegría, Allen ganaba en 8:09.15, nueva record de la prueba. 58 segundos después llegó Scott, quien a pesar de la derrota mejoró su record personal en distancia Ironman ¡¡en 18 minutos!! 23 minutos y 1 segundo después del vencedor llegó Greg Welch, tercero, y cuarto fue Ken Glah, a 23:17. Pronto sería considerada la carrera de resistencia más impresionante jamás disputada. Además, aquel triunfo –que le reportó un premio de 20.000 dólares- supuso un cambio en el status quo del triatlón, pasando a ser Mark Allen la nueva referencia en este deporte.

El desempeño de ambos en el Ironman de Hawái 1989 fue tan impresionante que revolucionó por completo todas las creencias existentes sobre los límites de la capacidad de resistencia. Supuso también el punto álgido de una de las rivalidades más feroces conocidas en la historia del triatlón. Porque Allen y Scott, sin ser enemigos, se mostraban muy distantes por sus opuestas formas de ser.

El primero era una persona espiritual, cercana a la filosofía del New Age, que dedicaba tiempo a la meditación y escuchaba a su cuerpo en los entrenamientos. Por su parte, Dave era un deportista de la vieja escuela, seguidor de la teoría del “no pain, no gain” (“sin dolor no hay beneficio”); en su caso, la fuerza mental se encontraba en la cantidad y calidad de sus entrenamientos. Le gustaba entrenar en soledad, a diferencia de Mark, quien compartía entrenamiento en San Diego con otras figuras como Scott Tinley, Mike Pigg, Scott Molina o Kenny Souza. A raíz de aquel duelo, además, se multiplicó el interés por un deporte aún muy joven que había nacido de manera casual a finales de los años 70. Y todo empezó con una discusión.



Orígenes de una prueba mítica

Los orígenes del triatlón hay que buscarlos en 1977, a raíz de una discusión durante la entrega de premios de la Oahu Perimeter Run, una carrera de 124 km alrededor de Honolulu. Allí, con la presencia de numerosos atletas y nadadores que debatían sobre la aptitud física necesaria para triunfar en ambos deportes, intervino el Comandante de Marina John Collins para señalar que, según un artículo de la revista Sports Illustrated, el ciclista belga Eddy Merck tenía registrado el mayor consumo de oxígeno jamás medido en ningún deportista, por lo que quizá los ciclistas estaban más en forma que nadie.

Collins, familiarizado con pruebas que combinaban varias disciplinas deportivas (como las Mission Bay disputadas a mediados de los años 70), propuso que la mejor forma de averiguar quiénes eran los deportistas más completos sería mediante una competición que combinara, una detrás de otra, tres de las pruebas de larga distancia existentes en Hawái: la travesía a nado de la bahía de Waikiki (4 km), la Vuelta Ciclista a Oahu (180 km), y el Maratón de Honolulu (42,195 km). “El ganador será considerado el Hombre de Hierro”, sentenció.

La idea prosperó, y la primera edición de aquella prueba se disputó el 18 de febrero de 1978 en Waikiki, con la participación de 15 valientes, cada uno de los cuales debía llevar su propio equipo de asistencia para que le suministraran agua y comida. Doce de ellos la completaron, resultando vencedor Gordon Haller, el primer “Hombre de Hierro” de la historia, con un tiempo de 11:46:58. Nacía así el Ironman de Hawái, el más antiguo y prestigioso triatlón. En 1979 un reportaje publicado por un periodista de Sports Illustrated, quien quedó fascinado por la carrera, disparó la atención en todo el país hacia una prueba hasta entonces desconocida. Al año siguiente (1980), John Collins le da permiso a la cadena ABC para televisar el Ironman de Hawái, dando una trascendencia mundial al evento. En 1981 la participación supera los 320 deportistas, y los organizadores deciden trasladar la prueba a Kona, la isla más grande de Hawái, de donde ya nunca se movería.

Al año siguiente, la cervecera Budweiser se convierte en el primer patrocinador de una competición que ya reúne a más de 500 participantes y que por primera vez establece tiempos máximos para completarla. En ese 1982 se produce un cambio de fechas (de febrero a octubre), dándose la circunstancia de que ese año se disputan dos Ironman de Hawái, uno en la fecha original y otro en la nueva, el sábado de octubre más cercano a luna llena. En 1983, debido al auge mundial de la prueba, se vuelve a bajar –a 17 horas- el tiempo límite para terminarla, y por primera vez se establece un sistema de clasificación para participar.

Desde aquellos inicios muchas cosas han cambiado. Las decenas de participantes de las primeras ediciones se han convertido en la actualidad en cerca de 2.000 atletas que cada año acuden a esta cita mundial en la Isla. El premio para el vencedor es ahora de 100.000 dólares. Posteriormente al de Hawái surgieron carreras Ironman en otras muchas ciudades del mundo. Pero esta sigue siendo la genuina, la más mítica, y la que ostenta la denominación de Campeonato del Mundo. Y nadie podrá negar que al gran auge que tuvo este deporte contribuyó sobremanera aquel duelo de 1989 entre Allen y Scott, “la carrera más grande de la historia del triatlón”.




Artículo publicado en Octubre de 2014 en la Revista TRIATLÓN: http://www.triatlonweb.es/triatletas/articulo/dave-scott-vs-mark-allen


PERFILES Y ENTREVISTAS

Dave Scott: el primer gran mito del triatlón: http://www.triatlonweb.es/triatletas/articulo/dave-scott-triatleta

Mark Allen: el insaciable deseo de triunfar: http://www.triatlonweb.es/triatletas/articulo/mark-allen-triatleta

ENTREVISTA MARK ALLEN: “Estaba allí sólo para hacer un trabajo: hacer la carrera como nunca antes había sido capaz": http://www.triatlonweb.es/triatletas/articulo/entrevista-mark-allen










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miércoles, 3 de septiembre de 2014

Frank Shorter: vivir para correr

Durante casi una década fue el mejor en la distancia más mítica del atletismo, con la medalla de oro en el maratón de los Juegos Olímpicos de Munich´72 como momento cumbre de su carrera. Pero la historia le tenía reservado, además, otro papel estelar: con sus triunfos y su carisma, Frank Shorter fue uno de los artífices del “boom” del atletismo popular que se vivió en los Estados Unidos a principios de los 70.

Quiso el destino que Frank Shorter viera la luz en la misma ciudad que le diera gloria olímpica 24 años después. Un americano en Munich. Lo de su nacimiento en tierras germanas - el 31 de octubre de 1947- fue casual, ya que su padre se encontraba allí destinado como médico de las Fuerzas Armadas estadounidenses. Lo de la gloria olímpica lo tuvo que trabajar más, y en ello influyó un talento innato para los deportes, algo que demostró desde su época escolar, un inmenso amor por el atletismo y, según sus propias palabras, “una gran disciplina y una rutina consistente día tras día".

En Alemania pasó los primeros años de su vida antes de establecerse definitivamente con su familia en Estados Unidos. En la Universidad de Yale -donde se licenció en Psicología en 1969- destacó como uno de los mejores fondistas del país, proclamándose el año de su graduación campeón nacional universitario de los 10.000 metros. Seis años después, siendo toda una celebridad del mundo del deporte, también se licenciaría en Derecho por la Universidad de Florida, lo que habla a las claras de su espíritu inquieto y fuerza de voluntad.

En 1970 ya se había consagrado como el mejor atleta norteamericano en 5.000 y 10.000 metros, título este último que conquistaría en cuatro ocasiones más (1971, 74, 75 y 77). Además, fue cuatro veces consecutivas campeón nacional de campo a través, logró las medallas de oro en 10.000 metros y maratón de los Juegos Panamericanos de 1971, y ese mismo año ganó el prestigiosa Maratón de Fukuoka, triunfo que repetiría en los tres años siguientes. Los años 70 –en concreto hasta su retirada, en 1977- fueron suyos. En esos ocho años no se cansó de ganar en casi todas las carreras en las que tomaba parte. Pero su mayor éxito, el título que le llevaría a otra dimensión como atleta, lo obtendría en los Juegos Olímpicos de 1972 en Munich, la misma ciudad que le vio nacer.

Los primeros días de aquellos Juegos no pudieron ser más esperanzadores: una espectacular ceremonia de inauguración; récord de participación olímpica (7.134 deportistas de 121 países); y unos intensos primeros días de competición marcados por la exhibición del nadador Mark Spitz (siete medallas de oro,) y por el vibrante triunfo del finlandés Lasse Viren en los 10.000 metros, con récord del mundo incluido pese a haber quedado descolgado a mitad de la prueba por una caída. En esa carrera Frank Shorter finalizaba quinto por detrás de Viren, del belga Emil Puttemans, del etíope Mirus Yifter, y del español Mariano Haro.


Tragedia y gloria olímpica

Sin embargo, todo quedaría ensombrecido la noche del 4 de septiembre por el secuestro y posterior muerte -20 horas después- de once deportistas y entrenadores israelíes a manos del comando terrorista palestino “Septiembre Negro”. También fallecieron cinco secuestradores, un policía alemán y el piloto de uno de los helicópteros en los que pretendían huir. Aquellos Juegos quedarían marcados para siempre por el horror, pero tras un día sin competiciones los dirigentes del Comité Olímpico Internacional decidieron que el espectáculo deportivo debía continuar.

Así, tan sólo cuatro días después de la masacre que conmocionó al mundo, se corría el maratón masculino. Los principales favoritos eran el británico Ron Hill, el etíope Mamo Wolde, campeón olímpico en México´68, el belga Karen Lismont, campeón de Europa, y el australiano Derek Clayton, plusmarquista mundial de la distancia. No estaba entre los favoritos, a priori, Frank Shorter, para quien era su sexto maratón y no había podido ganar en ninguno de los que había disputado hasta entonces.

A las tres de la tarde del 9 de septiembre se da la salida, con una temperatura agradable. Ron Hill y Derek Clayton tiran fuerte en los primeros kilómetros llegando a cobrar ventaja sobre el grupo de Shorter. Pero éste acelera el ritmo, les da alcance y rebasa, marchándose en solitario hacia la meta en una estrategia que parecía suicida. Quedaba casi todo el maratón. En el km 20 aventaja a sus perseguidores en 29 segundos, distancia que nunca dejó de aumentar hasta el final. Cruza la meta vencedor en 2h12:19, aventajando en más de dos minutos a Lismont (plata) y en casi tres minutos a Wolde (bronce).

Sin embargo, Shorter estuvo a punto de no ser el primero en cruzar la meta del Olympiastadium. Al entrar al estadio percibe que algo raro pasa en el ambiente; en lugar de la esperada y merecida ovación escucha algunos pitos y los ecos de una bronca… No iban dirigidos para él, sino para un joven espontáneo quien instantes antes de su llegada, y saltándose las medidas de seguridad, accede a la pista disfrazado de atleta para hacerse pasar por el ganador, consiguiendo engañar al público durante unos segundos. Inmediatamente fue reducido y Shorter pudo hacer su entrada en la meta acompañado de los merecidos vítores como campeón.

Por primera vez desde que lo hiciera John Hayes en Londrés´1908, un norteamericano ganaba el maratón olímpico. Aquel éxito multiplicó su fama internacional y le convirtió en todo un ídolo en su país. Entre otros galardones, recibió el Premio James E. Sullivan que le coronaba como mejor atleta estadounidense del año. Entonces, Shorter declararía que más orgulloso que de la medalla de oro lograda, lo estaba de todo el esfuerzo, dedicación y compromiso que había derrochado para preparar la cita olímpica. Pronto sería un modelo y ejemplo para muchos.


Precursor del atletismo popular

Alto, desgarbado, con su peculiar bigote y una estética hippy en sus años de juventud, lo que caracterizaba a Shorter, por encima de todo, era un amor exacerbado por al atletismo. Perteneció a una generación de atletas norteamericanos (junto a Bill Rodgers, Steve Prefontaine, Jack Batchelor o Kenny Moore) que se divertían corriendo y hacían girar toda su vida en torno a este deporte: “Corríamos dos veces al día, algunas veces tres. Todo lo que hacíamos era correr. Correr, comer y dormir”. En su entrenamiento combinaba las tiradas kilométricas con un exigente “Interval training” (entrenamiento por intervalos), trabajo que hacía dos veces a la semana y que le permitía ganar velocidad y afinar su estado de forma.

Aquella era una época muy distinta a la actual, y no sólo por las diferencias en el calzado, el material o los sistemas de entrenamiento. Por ejemplo, entre el maratón de los Trials olímpicos de 1972 (que ganó con 2h15:58), y el de los Juegos de Munich (2h12:20) sólo pasaron 63 días. Y entre el maratón de los Trials de 1976 (que también ganó con 2h11:51) y el de los Juegos de Montreal (2h10:45), apenas 70 días de margen.

Además, su carismática figura y sus éxitos contribuyeron en gran medida a la difusión y generalización del gusto por correr entre la gente. En los años 60 surge un movimiento popular de corredores como consecuencia de las recomendaciones médicas que hablan de los beneficios de la carrera lenta para prevenir problemas cardiacos; en 1968 los entrenadores Phil Knight y Bill Bowerman fundan Nike, que populariza el material de atletismo; por esas fechas Bowerman escribe junto con el cardiólogo W.E.Harris el libro “Jogging: programa de acondicionamiento físico para todas las edades”, que vendió más de un millón de copias en todo el mundo; en 1970 se celebra la primera edición del Maratón Popular de Nueva York... Todos esos hitos son importantes, pero el impulso definitivo llegaría en 1972. Ver ganar a un compatriota el maratón olímpico activó la fiebre por las carreras de fondo en Estados Unidos; de repente, mucha gente quería participar en estas pruebas y gran parte de “culpa” la tuvo Shorter con su ejemplo. Por eso, se le considera uno de los responsables del auge del atletismo popular en los años 70.

Cuatro años después, ya sin su inconfundible bigote, participó en sus segundos Juegos Olímpicos, en Montreal, de nuevo en 10.000 metros y maratón. Esta vez sí partía como el principal favorito para llevarse el oro y, de paso, emular a Abebe Bikila haciendo un “doblete” en el maratón olímpico. Nadie le podrá acusar de no haberlo intentado, marcando un ritmo fuerte a mitad de carrera, y marchándose en solitario en el kilómetro 25. Pero no contaba con la fortaleza de un alemán oriental de 25 años, casi desconocido entonces, que remontó la desventaja y le superó en el km 34, mientras volaba camino de un nuevo récord olímpico. Waldemar Cierpinski ganó con un crono espectacular (2h09:55), mientras Shorter se tuvo que conformar con la medalla de plata con unos notables 2h10:45.

En 1977 decide dejar el atletismo, aunque regresó brevemente en 1979 ganando una medalla de bronce en los 10.000 metros de los Juegos Panamericanos. Ya retirado, fundó una compañía de ropa deportiva (Frank Shorter Sports), trabajó como comentarista deportivo en televisión, y fue presidente de la Agencia Antidopaje de EEUU. En 1984 fue incluido en el Salón de la Fama del atletismo estadounidense, y como curiosidad final diremos que se proclamó campeón mundial de biatlón para veteranos en 1989. A sus 66 sigue gozando de una gran forma física, ya que nunca ha dejado de practicar el deporte que tanto ama.


MEJORES MARCAS PERSONALES
5.000 metros: 13:26.60 (Nyköping, Julio de 1975).
10.000 metros: 27:45.91 (Londres, Agosto de 1975).
Maratón: 2h10:30 (Fukuoka, Diciembre de 1972).

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jueves, 3 de julio de 2014

Steve Prefontaine: el atleta indomable

Un accidente de circulación acabó con la vida, en 1975, de uno de los grandes atletas del fondo mundial. Con tan sólo 24 años de edad, Steve Prefontaine –todo un ídolo por su coraje y determinación-, se encontraba en la cima de su popularidad, pero sus mejores años como deportista debían estar aún por llegar. Su prematura muerte le convirtió en una leyenda del atletismo.


“Mucha gente corre para ver quién es el más rápido. Yo corro para ver quién tiene más agallas” (Steve Prefontaine)

La noche del 30 de mayo de 1975 Steve Prefontaine acudió a una fiesta en la localidad de Eugene (Oregón, Estados Unidos). De regreso a casa, tras dejar a su amigo y gran maratoniano Frank Shorter, perdió el control de su MGB azul mientras conducía por Skyline Boulevard y chocó contra una roca. El coche volcó y el atleta quedó atrapado bajo él. Un vecino de la zona se acercó y le encontró aún con vida. Al ver que no podía sacarle, corrió a buscar ayuda; cuando regresó minutos después, el peso del coche había aplastado el pecho de Prefontaine.

Jamás se esclarecieron ciertas incógnitas que planearon sobre las circunstancias del accidente, como si había bebido o no alcohol, o si hubo un segundo coche implicado en el mismo (se llegó a decir que se salió de la carretera al intentar esquivar a otro vehículo que venía de frente). Sea como fuere, aquel accidente ponía fin a la vida de uno de los mejores corredores de fondo que jamás haya tenido los Estados Unidos; de hecho, llegó a poseer al mismo tiempo los récords nacionales en todas las distancias que van desde los 2.000 a los 10.000 metros, una hazaña jamás lograda antes ni después de él.

Su muerte causó una gran conmoción entre los aficionados al atletismo, entre los que Prefontaine era un verdadero ídolo debido a su carisma, a su estilo agresivo a la hora de competir y a su fuerza de voluntad. “Rendirse no es una opción”, solía decir. Esa era su filosofía en la vida y en el atletismo. Talentoso, entusiasta, carismático, su amor por el atletismo era infinito y su ética de trabajo, intachable: “Dar algo menos que lo mejor de ti es sacrificar el don”, dijo en una ocasión. Le gustaba forzar sus límites; entrenaba duro dos veces al día para acostumbrarse al dolor y al cansancio, para aguantar niveles de fatiga que ningún otro atleta pudiera aguantar. Con sus carreras, sus frases memorables, su determinación, y su infinito deseo de ganar ha servido y sigue sirviendo de inspiración a deportistas de todo el mundo.

Se le considera, junto a Frank Shorter y Bill Bowerman, el responsable del gran auge de las carreras de fondo en Estados Unidos durante la década de los 70. Su vida ha servido de argumento para dos películas: Prefontaine (1997) y Sin Límites (1998), y cada año se celebra en Eugene una prueba atlética en su honor (la Prefontaine Classic), donde se dan cita algunos de los mejores atletas del mundo.

Steve Roland Prefontaine nació el 25 de enero de 1951 en Coos Bay, localidad del estado de Oregón. Comenzó a practicar atletismo cuando estudiaba secundaria en la Marshfield High School, donde ya destacó como uno de los mejores corredores de su edad. En 1970 se matriculó en la Universidad de Oregón, atraído por la “oferta” del célebre entrenador Bill Bowerman: “Si vienes a esta universidad podrás ser el mejor corredor de larga distancia del mundo”, le dijo quien sería fundador, años después, de la compañía Nike. Efectivamente, Bowerman sacó lo mejor del joven Steve, logrando mezclar su enorme capacidad de sacrificio y ética de trabajo (minuciosa y perfeccionista) con ciertas mejoras en su forma de entrenar y correr para que dosificara esfuerzos.



Go Pre!

En su etapa universitaria (1970-73) ningún corredor norteamericano le pudo ganar. Fueron años de continuos éxitos en los que dio muestras de sus enormes posibilidades en el panorama del fondo internacional. Ganó dos títulos de campeón nacional absoluto en los 5.000 metros (1971 y 73), y siete de campeón nacional universitario: cuatro en los 5.000 metros en pista y tres en cross. Prefontaine -conocido coloquialmente como “Pre”-, llegó a ser inmensamente popular, sobre todo por su espectacular forma de competir, siempre al ataque(“Salgo a correr, me pongo en cabeza desde la primera vuelta y gano”), y por su fuerte personalidad, rebelde e indomable. Disputaba cada carrera como si fuera la última. Cuando corría, los aficionados gritaban "Pre! Pre! Pre!", y las camisetas con la leyenda “Go Pre” se vendían por todo el país. “Yo no salgo a la pista sólo a correr. Me gusta darle a los espectadores algo emocionante”, solía decir. Así, se ganó la atención de los medios de comunicación y llegó a aparecer en la portada de la revista Sports Illustrated con tan sólo 19 años.

El 9 de julio de 1972, durante las pruebas de selección de su país para los Juegos Olímpicos de Munich, estableció un nuevo récord de los Estados Unidos en los 5.000 metros con 13:22.8. Ya en la cita olímpica, con 21 años, se clasificó para la final y estuvo muy cerca de lograr una medalla. Tras ir en cabeza durante buena parte de la prueba, en pugna con el finlandés Lasse Viren, se tuvo que conformar con un cuarto puesto que le supo a fracaso. Sin embargo, insultantemente joven y ya instalado en la elite del fondo mundial, sus mejores años como atleta debían estar por llegar.

Entre 1973 y 1975 Prefontaine no dejó de cosechar nuevos triunfos y mejores marcas personales, registros extraordinarios para la época: 3:38.1 en 1.500; 3.54.6 en la milla; 7:42.6 en los 3.000 metros; 13:21.87 en 5.000; 27:43.6 en los 10.000... Sus récords perduraron durante muchos años en todas las distancias que van desde los 1.500 metros hasta los 10.000. Además, durante estos años, lideró la rebelión de los atletas norteamericanos contra su federación, la American Athletic Union (AAU), a la que acusó de no ayudarles: “Nos exigen medallas, pero nuestro país no nos da nada a cambio”, dijo. En aquella época, las reglas establecían que los atletas profesionales no podían competir en los Juegos Olímpicos, y en ese aspecto la AAU se mostraba especialmente estricta, así que Prefontaine renunció a grandes cantidades de dinero en busca de su sueño olímpico.

Disputó su última carrera el 29 de mayo de 1975. Aquel día, ganó los 5.000 metros en el Hayward Field de Eugene, con un tiempo de 13:23, a sólo dos segundos de su record personal. Era el gran favorito para los Juegos Olímpicos de Montreal´1976, imbatible en los Estados Unidos, una figura mediática, un ídolo de masas… pero todo se truncó al día siguiente en un maldito accidente de circulación. “Mucha gente corre para ver quién es el más rápido. Yo corro para ver quién tiene más agallas, quien puede castigarse a sí mismo con un ritmo exhaustivo y, al final, castigarse aún más. Nadie va a ganar una carrera de 5.000 metros después de correr dos millas fáciles. Al menos no conmigo”. Son palabras de alguien que ganó 120 de las 153 carreras que disputó. Steve Prefontaine, el atleta indomable, no pudo vivir el brillante futuro que tenía escrito; encontró el final con tan sólo 24 años… Demasiado joven para morir.




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miércoles, 7 de mayo de 2014

Boban Jankovic: el triste destino de un guerrero

Las alas del guerrero se quebraron de cuajo, con un golpe duro, seco, en uno de los accidentes más estúpidos y dramáticos de la historia del deporte. A partir de aquel momento, la vida de Slobodan “Boban” Jankovic cambió para siempre, atado a una silla de ruedas, inmóvil de cintura para abajo. Fallecería 17 años después, sin perder el orgullo que siempre exhibió en las canchas de baloncesto. “Soy un guerreo, no un mendigo”, solía decir. Como un guerrero vivió, todo coraje, y como tal murió, siendo un ídolo en Grecia y Serbia.

Aquel 28 de abril de 1993, el tiempo se paró de golpe para nuestro protagonista. Se jugaba el cuarto partido del playoff de semifinales de la liga griega entre el Panionios, su equipo, y el poderoso Panathinaikos. Faltaban seis minutos para el final de un encuentro igualado y tenso, vital para la resolución de la eliminatoria. 50-56 señalaba el marcador. En ese momento, en un ataque de los locales, Boban Jankovic corta por la zona y recibe el balón; tras botar, se levanta y encesta tras un contacto con su defensor. Pero los árbitros señalan personal en ataque y anulan la canasta; era además su quinta falta, lo que suponía la eliminación en tan trascendental momento. El alero serbio entró en cólera.

Su fuerte temperamento y su carácter ganador -características que tantas veces le habían ayudado en la vida, virtudes que le llevaron a lo más alto como jugador de baloncesto-, le jugaron aquel día una muy mala pasada. Desesperado y por pura rabia, propinó un cabezazo al soporte de la canasta, que debía estar acolchado. Pero no lo estaba suficientemente y Jankovic no controló su cólera. El golpe fue seco, brutal, y el jugador cayó en redondo, como un pelele, al suelo.

Rápidamente, un compañero de equipo se acercó a ayudarle, y giró su cuerpo inerte como un bloque. Con la cabeza ensangrentada, con la cara desencajada, sus lamentos estremecían: “No siento las manos, no siento las piernas”, gritaba mientras su técnico, Vlade Djurovic, y el cuerpo médico intentaban tranquilizarle. Para siempre quedará como una de las imágenes más impactantes y terribles que haya dado jamás el mundo del deporte, de un dramatismo desgarrador. Ante la conmoción y el estupor de los allí presentes (público, compañeros de equipo, árbitros y rivales) fue evacuado inmediatamente al Hospital General de Atenas.

Días después, Vlade Djurovic –quien no se separó del jugador en ningún momento- confesaría que durante el trayecto al hospital Boban repetía una y otra vez: “Voy a morir”. No moriría por aquel golpe tan brutal como estúpido, pero el guerrero de las canchas nunca más volvería a ponerse de pie. Se había fracturado la tercera vértebra cervical, lo que le dejaba parapléjico para siempre. A partir de entonces habría de vivir en una silla de ruedas y con la movilidad de sus brazos y manos muy limitada.



Una estrella sin fortuna

Slobodan Jankovic había nacido el 15 de diciembre de 1963 en Lucani, localidad serbia muy cercana a Belgrado. Desde pequeñito destacó por su gran altura, y pronto se inclinó por la práctica del baloncesto, deporte que es casi una religión en su país. Con 17 años ya estaba en la primera plantilla del Estrella Roja, club en el que se formó y en cuyo equipo senior jugaría durante once temporadas. Alero de 2,01 metros, de enorme talento y carisma, siempre destacó por su carácter indomable en la cancha y por un insaciable hambre de triunfos. Solo quería ganar; sólo sabía ganar.

Pronto se convirtió en referente de uno de los clubes más emblemáticos de Yugoslavia, con el que llegó a tres finales de Liga y otras tantas de Copa. Sin embargo, nunca pudo saborear la gloria de un título al chocar una y otra vez en las competiciones de su país con dos de los mejores equipos de la historia del baloncesto europeo: primero, la Cibona de Zagreb de Drazen Petrovic; después, la Jugoplastika de Split de Kukoc, Radja, Savic, Perasovic… Y también en Europa la suerte les había dado la espalada, perdiendo una final de la Copa Korac ante el Pau Orthez francés. Desencantado, decide cambiar de aires y ficha por la Vojvodina, equipo en el que jugaría una temporada (1990-91) antes de volver a su club de toda la vida.

Allí, en la temporada 1991-92, su juego y sus números alcanzan un nivel supremo, consagrándose definitivamente como uno de los mejores jugadores serbios del momento en una época en la que su país empezaba a desmembrarse y caminaba hacia una cruenta guerra. En plena madurez como deportista, Jankovic era el líder indiscutible del Estrella Roja y fue elegido mejor jugador de la Liga Serbomontenegrina… aunque una vez más se quedo sin un título que fue a parar a las vitrinas del Partizán de Belgrado. Fue internacional absoluto en varias ocasiones, pero el conflicto bélico en los Balcanes le privó de su sueño de disputar los Juegos Olímpicos de Barcelona´92 con el combinado serbomontenegrino. Sin duda, Boban ha sido el paradigma máximo de estrella sin suerte, de talento sin fortuna.

Aquel verano de 1992, conocido y temido en toda Europa por su juego, no le faltaron las propuestas de equipos extranjeros. Finalmente aceptó la millonaria oferta del Panionios griego, donde estaba cuajando una temporada soberbia como líder máximo del equipo con exhibiciones como los 41 puntos que anotó en Bolonia ante la Virtus en un partido de la Copa Korac. Actuaciones como ésta le valieron el sobrenombre de “El Bombardero”. Su juego resultaba letal e imparable, mezcla de calidad y su innata garra y orgullo, hasta la fatídica noche del 28 de abril de 1993, cuando aquel absurdo cabezazo cambió para siempre su vida y cortó de raíz una carrera que parecía no tener límites.



Muerte en alta mar

Aunque fue operado en varias ocasiones y tratado por los mejores especialistas del mundo, no había nada que hacer; su lesión medular era irreversible. Convertido en un ídolo en Atenas, ciudad donde siguió viviendo, se retiró con honores su camiseta número 8 del Panionios y recibió numerosos homenajes y muestras de cariño de sus compañeros y de una afición que jamás le olvidaría. Sin embargo, con el paso del tiempo, su situación se tornó cada vez más difícil; engordó de manera considerable, su esposa le abandonó y su situación económica se complicó sobremanera. Pese a todo, nunca perdió su orgullo ni quiso que nadie le compadeciera: “Soy un guerrero, no un mendigo”, solía decir.

En aquellos momentos, los peores de su vida, su hijo adolescente Vladimir se convirtió en su principal apoyo y estímulo: “Mi hijo me da fuerzas para continuar; es el principal motivo por el que merece la pena luchar”. También encontró en el baloncesto una motivación para seguir adelante; se hizo cargo del Olympia Petropouli, equipo que disputaba el campeonato regional, en el que crearía una sección de baloncesto en silla de ruedas. De nuevo, se sentía importante y útil: “Amo el baloncesto, lo adoro, y por estar en una silla de ruedas no me siento excluido de la vida; creo que todavía tengo muchas cosas que ofrecer”, dijo entonces.

Una de sus últimas apariciones públicas tuvo lugar el 3 de julio de 2005, en la despedida de uno de sus amigos, el ex jugador del Barcelona y Real Madrid Sasha Djordjevic. En el pabellón Pionir de Belgrado, rodeado de lo más selecto del baloncesto europeo, Boban no pudo contener las lágrimas ante el homenaje y el cariño de sus compañeros. Pero un año después, el 29 de junio de 2006, la tragedia volvía a cruzarse en su vida, esta vez en alta mar, mientras se encontraba en un barco rumbo a la isla griega de Rodas, donde se dirigía a pasar las vacaciones. Allí, un paro cardiaco acababa con su vida a los 42 años de edad.

Su multitudinario funeral, al que asistieron más de un millar de personas, demostraba lo grande que fue como jugador y como persona. No faltaron compañeros y rivales en las canchas como Paspalj, Rebraca, Tarlac, Fassouluas o su amigo Djordjevic, y se recibieron mensajes de condolencia de clubes y federaciones de toda Europa. “¡Boban, te queremos; nunca te olvidaremos!”, coreaban los aficionados del Panionios en honor a un jugador convertido ya en leyenda. Y en un segundo plano, entre aquella multitud, también se encontraba Vlado Djurovic, su entrenador en el momento del fatal accidente, el hombre que le consoló en un primer momento y que nunca dejó de ayudarle hasta el día de su muerte. Ahora sí, el guerrero de las canchas descansaba para siempre.


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sábado, 25 de enero de 2014

Adiós al Gran Torino

Dicen quienes les vieron jugar que ha sido uno de los mejores equipos de fútbol de todos los tiempos. Pura magia; una máquina de ganar y golear en la década de los 40. Pero un accidente de avión acabó de golpe, en 1949, con Il Grande Torino. Aquí recordamos la historia y el trágico final de un equipo de leyenda que maravilló al planeta fútbol.

El partido amistoso se jugaba en homenaje a José Xico Ferreira, el eterno capitán del Benfica, quien había decidió colgar las botas. El rival elegido fue el Torino, considerado por aquel entonces el equipo más poderoso del mundo, una escuadra repleta de talento que no se hartaba de ganar títulos y coleccionar récords. Era el equipo maravilla; Il Grande Torino, como ya se le conocía. De vuelta de aquel encuentro en Lisboa, la tarde del 4 de mayo de 1949, el avión Fiat G212 CP que transportaba a los italianos se empotraba contra un muro de la parte posterior de la Basílica de Superga, en las inmediaciones de Turín.

Las crónicas de la época relatan que una gran tormenta azotaba la ciudad en el momento en que el avión iniciaba el descenso previo al aterrizaje; las nubes bajas, la escasa visibilidad y un error de navegación terminaron por conformar el escenario de la tragedia. El brutal impacto se cobró 31 víctimas mortales; 18 de ellas jugadores del equipo turinés, la plantilla prácticamente al completo. Además, encontraron la muerte en aquel avión cuatro directivos y entrenadores del club, tres de los mejores periodistas deportivos de la época, y la tripulación del avión al completo. No hubo supervivientes.

El único jugador del Torino que no viajaba en ese avión era el joven lateral izquierdo Sauro Tomá, un chico de 23 años recién fichado del modesto equipo La Spezia que estaba causando una grata impresión al entrenador, el inglés Leslie Lievesly. Debido a unas molestias en el menisco, Lievesly decidió que se quedara en Italia descansando y entrenándose en solitario, algo que no gustó al jugador; quería viajar con sus compañeros a Lisboa aunque no pudiera jugar. Se sintió muy decepcionado por quedar fuera de aquella convocatoria y tuvo que ser consolado por su esposa.

La escena se repetiría dos días después, pero esta vez no en la intimidad de su hogar, sino ante la multitud que despedía para siempre a sus compañeros. Sauro lloraba sin consuelo; aquellas molestias en la rodilla le habían salvado la vida pero el dolor por la tragedia le desgarraba el alma. En un funeral multitudinario, medio millón de personas colapsaron la Plaza principal de la ciudad para dar el último adiós a los campeones. En el mismo orden en que salían al campo en cada partido, fueron entrando los ataúdes de los jugadores a la catedral de Turín. La Tragedia de Superga acabó en un instante con uno de los equipos más grandes de todos los tiempos, y dejó conmocionada a la sociedad italiana y a todo el mundo del fútbol.


Un equipo casi imbatible

El Torino FC era lo más parecido a un equipo imbatible que había en la década de los 40, tiempo de posguerra en la vieja Europa. A base de goles, triunfos y buen fútbol, se hizo grande; Il Grande Torino, como se le llamaba, un equipo adelantado a su tiempo que practicaba el fútbol total. Logró cinco títulos de liga consecutivos, desde la temporada 1942-43 hasta la 48-49 (los campeonatos de 1943-44 y 1944-45 no se disputaron a causa de la Segunda Guerra Mundial) y estableció marcas de otra galaxia. Como los 125 goles anotados en el scudetto 1947-48 (en el que ganó 10-0 al Milán), los 471 goles marcados entre 1945 y 1949, o el récord de 93 partidos consecutivos sin perder. Además, de los once jugadores titulares de la selección azzurra diez pertenecían al club turinés.

La génesis de Il Grande Torino tiene un nombre propio, Ferrucio Novo, verdadero artífice de un equipo que se convertiría en leyenda. Tras ganar su primer scudetto en 1928, el club pasó toda la década de los 30 sin poder repetir éxitos, muy lejos, por juego y resultados, de los tres grandes del fútbol italiano de la época: Juventus, Inter de Milán y Bologna. Pero en 1939 Novo -ex jugador del Torino que había formado parte de aquella plantilla campeona-, accede a la presidencia y decide que es hora de armar un equipo ganador.

Los fichajes de Valentino Mazzola y Ezio Loik, ambos procedentes del Venezia, le darían el salto de calidad que necesitaba el equipo para luchar por un título de liga que volvería a conquistar en 1943. Tras un parón de dos años por la Segunda Guerra Mundial (durante los cuales Novo mantuvo a sus estrellas trabajando en la planta Fiat de su propiedad), llegarían más éxitos y se terminaría de configurar Il Grande Torino. Sus jugadores eran reconocidos y admirados en todo el mundo, convirtiéndose en el símbolo de la esperanza y regeneración de un país que se estaba levantando de las ruinas del fascismo. A ello contribuía además la forma de jugar del Torino, con un espectacular y arrollador fútbol de ataque, con tres defensas, tres delanteros y cuatro centrocampistas que siempre buscaban el gol.

El capitán y gran estrella de aquella escuadra era Valentino Mazzola, quien aunaba un magistral toque de balón a un físico portentoso. Pese a jugar de interior izquierdo, aseguraba entre 20 y 30 goles por temporada. Además, poseía un gran carisma y carácter ganador, lo que le convertía ante sus compañeros en todo un líder. Junto a él, magníficos jugadores como Aldo Ballarin, Franco Ossola, Eusebio Castigliano, los goleadores Ezio Loik y Guglielmo Gabetto, o el portero Valerio Bacigalupo, estaban llamados a seguir ganando títulos para el Torino, y a dejar para la historia récords imposibles. Pero el destino se interpuso en su camino aquella maldita tarde de mayo de 1949.


Corazón y alma del fútbol italiano

El Torino –líder destacado en el momento del accidente- fue proclamado campeón de la liga italiana, y los rivales con los que debía enfrentarse presentaron, en señal de luto y respeto, a sus jugadores juveniles, tal como se vio obligado a hacer el club turinés. Aquel fue, sin duda, el título más triste de la historia de este deporte. De un plumazo desaparecía el corazón y el alma del fútbol italiano; la selección azurra quedó fatalmente herida. La psicosis que se generó en el país por el accidente fue de tal magnitud que al año siguiente la selección italiana que viajó al Mundial de Brasil lo hizo en barco. Cansados, moralmente abatidos, y con el hándicap de haber perdido a sus mejores jugadores, Italia quedó eliminada en la primera fase de aquel Mundial.

En cuanto al Torino FC, nunca volvería a ser el mismo. Pronto perdió la categoría, que recuperaría diez años más tarde, y tardaría 27 años en proclamarse de nuevo campeón del scudetto, primer y único título de liga logrado por el club desde la trágica desaparición de Il Grande Torino. Fue en la temporada 1975-76, de la mano del insaciable goleador Paolino Pulici. Ocho años antes, también habían conquistado una Copa de Italia.

En el mismo lugar del siniestro se colocó una lápida que recuerda al mejor equipo que jamás haya tenido el Torino; un equipo que podía haber cambiado la historia del fútbol de no haberse producido aquel trágico accidente. Casi dos décadas después, Sandro Mazzola, hijo de Valentino -alma, capitán y estrella de aquel equipo de ensueño-, triunfaba en el Inter de Milán al lado de los españoles Luis Suárez y Joaquín Peiró, luciendo en su camiseta el mismo número 10 que llevara su padre. Y pese a haber superado ya ampliamente los 80, Sauro Tomá sigue sin faltar a su cita con los que un día fueron sus compañeros, cuya lápida situada en aquella colina de Superga sigue visitando, año tras año, en peregrinación.


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viernes, 3 de enero de 2014

Guerra Fría sobre el tablero

En el verano de 1972, sobre un tablero de 64 casillas, el norteamericano Bobby Fisher y el soviético Boris Spassky protagonizaron la batalla más peculiar de la Guerra Fría. El conocido como match del siglo fue uno de los enfrentamientos más emocionantes de la historia del ajedrez, lleno de tensión, nervios, amenazas y sorprendentes golpes de efectos. Una guerra psicológica en toda regla que trasladó a este deporte la extrema rivalidad que se vivía entre las dos grandes potencias mundiales.


A principios de los años 70 el mundo seguía dividido en dos grandes bandos (el occidental-capitalista y el oriental-comunista), liderados por sendos países que enfrentaban sus sistemas políticos, ideológicos, económicos, militares y sociales en busca de la hegemonía mundial. Y aunque las tensiones entre ambas superpotencias parecían algo más calmadas, la llamada Guerra Fría seguía plenamente vigente.

Toda la rivalidad de más de dos décadas entre Estados Unidos y la Unión Soviética se plasmaría en el verano de 1972 sobre un tablero de ajedrez, con el Mundial de este deporte en juego. La final enfrentaba a dos personalidades tan dispares como dispares eran las políticas e ideologías de sus países. Boris Spassky contra Bobby Fisher; el hombre tranquilo, educado y bohemio contra el genio indómito, caprichoso y lleno de excentricidades. Aquel enfrentamiento acapararía la atención de todo el mundo, y llevaría al ajedrez a una dimensión nunca antes conocida.

Tras proclamarse campeón del mundo en 1969, Boris Spassky esperaba rival para la defensa de su título, que pondría en juego en 1972 en una ciudad aún por determinar. En diciembre de 1970 el norteamericano Bobby Fisher vence de manera arrolladora en el Torneo Interzonal de Palma de Mallorca, poniendo la primera piedra en su asalto al título. En un torneo con 24 candidatos de alto nivel, sumó 18,5 puntos de 23 posibles. Después, en las eliminatorias individuales destrozaría a sus tres contrincantes, todos ellos entre los mejores jugadores de la época: Mark Taimanov, Bent Larsen y Tigrán Petrosian. A los dos primeros les ganó por un humillante 6-0 (algo excepcional en el ajedrez de alto nivel) y a Petrosian, subcampeón del mundo, por 6,5 a 2,5. De esta manera, se convertía oficialmente en el rival de Spassky en la gran final.

Desde 1948 el campeón del mundo de ajedrez siempre había sido soviético, en una tiranía que parecía no tener fin. La Unión Soviética había convertido en deporte nacional el juego que el revolucionario Lenin practicaba con pasión, y Spasski era el último representante de su imbatible escuela. El ajedrez era allí una cuestión de estado y estos triunfos se consideraban una prueba de la superioridad del régimen, por lo que no se escatimaban medios para formar y asesorar a sus campeones. Por su parte, Bobby Fisher era el primer estadounidense que se ganaba el derecho a disputar el título mundial, y no eran pocos los que pensaban que aquel excéntrico y genial jugador –que no paraba de ganar torneos y establecer registros sin precedentes en el mundo del ajedrez- podría romper una hegemonía soviética que duraba ya 24 años.


La solidez de Boris Spassky

Nacido en 1937 en Leningrado -actual San Petersburgo-, la infancia de Boris Spassky estuvo marcada por la Segunda Guerra Mundial, que provocó que con tan sólo cuatro años tuviera que ser evacuado de su ciudad natal y separado temporalmente de su familia. Cuando regresó a Leningrado, cinco años después, el matrimonio de sus padres se había disuelto, por lo que creció bajo la tutela de su madre, quien sacó adelante a sus tres hijos. De ella heredó una voluntad inquebrantable, que luego sería su principal característica jugando al ajedrez.

Había aprendido a jugar a los cinco años, como forma de entretenerse lejos de su casa y su familia. Compartía esta afición con sus hermanos –un hermano mayor y una hermana pequeña-; y de hecho ésta también llegaría a ser una destacada ajedrecista, proclamándose campeona de la URSS de mujeres. Pero la afición de Spassky por el ajedrez se multiplicó a su regreso a Leningrado, ya con 9 años de edad. Acudía a presenciar numerosas partidas y en una de ellas conoció a V.Zark, su primer entrenador y maestro. “En aquella época estaba completamente poseído por el ajedrez, que se convirtió en una costumbre cotidiana para él –explicaría Zark años después-. Entre 1946 y 1950 solía jugar unas cinco horas diarias”.

Fruto de tanta dedicación, pronto llegaría sus primeros éxitos, y con 16 años consigue el título de Maestro Internacional. “Por entonces jugaba como un adulto, de forma sólida, muy posicional y con mucha firmeza. No creo que en aquella época pensase ya en elegir el camino de otra profesión”, admitiría el propio Spassky años después. Sólo dos años más tarde, se proclamó campeón del Mundo Junior. Se matriculó en matemáticas, estudios que cambió después por periodismo, aunque realmente nunca pasó por su cabeza dedicarse a esta profesión. Siempre tuvo claro que el ajedrez sería su vida.

Jugador versátil y completo, Boris Spassky alcanzó su mayor éxito en 1969 cuando se proclama campeón del mundo tras derrotar al armenio Tigrán Petrosian, quien curiosamente había sido su verdugo en la final de 1966. Tranquilo y reservado, extremadamente educado, era una persona con grandes inquietudes culturales, vivamente interesado por la música clásica y la lectura. Además, siempre mostró un comportamiento amable y deportivo con todos sus rivales.


Bobby Fisher: un talento excepcional

Por su parte, Robert James “Bobby” Fisher era un genio del ajedrez lleno de excentricidades y actuaciones caprichosas; un ciclón con una forma de jugar agresiva que buscaba avasallar al rival y destrozarle emocionalmente. Nacido en Chicago en 1943, y criado por una madre divorciada, vivieron de manera modesta primero en su ciudad natal y después en Brooklyn. Su afición por este juego nació gracias a su hermana mayor, quien compró un ajedrez en una tienda de juguetes y con cuyas escuetas instrucciones aprendieron a jugar de forma autodidacta.

Con ocho años, gracias a un anuncio en el periódico, participó en una serie de partidas simultáneas contra el maestro Max Pavey. Aunque perdió, la experiencia le pareció fascinante y le sirvió de estímulo para seguir estudiando. Poco después, durante unas vacaciones de verano, el joven Bobby encontró un viejo libro de ajedrez con el que ahondaría en su interés por este juego. “Aquello fue un sensacional hallazgo, un tesoro”, reconocería años después.

En el Club de Ajedrez de Brooklyn desarrolló su juego y en 1956, con 13 años, se proclamó campeón junior de Estados Unidos. En el colegio era un alumno difícil, según reconocerían sus profesores, aunque su coeficiente intelectual rebasaba los 180. Entonces tomó la decisión de dejar los estudios para consagrarse en cuerpo y alma al ajedrez. “¿Qué me pueden enseñar en la escuela para ser campeón mundial?”, decía. Consiguió el título de Gran Maestro con 15 años, y aprendió ruso sólo para poder leer la numerosa literatura sobre ajedrez publicada en ese idioma. Era un talento excepcional, una mente privilegiada nacida para este deporte a la que solo sus caprichos, desplantes y renuncias –más de una protagonizó- podrían alejarle de la gloria.

Ganó el campeonato de su país ocho de las nueve veces en que participó, en una de ellas venciendo en sus once partidas, una hazaña jamás repetida. Con un estilo valiente, siempre al ataque, una de las características que le distinguían era la velocidad de su juego. En muy contadas ocasiones se veía apurado por el tiempo, ya que solía jugar de manera sistemática y veloz. Por ello, se convertiría en uno de los mejores jugadores de ajedrez relámpago o blitz.


Guerra psicológica total

Pero volvamos al enfrentamiento que nos ocupa; el conocido como el match del siglo. Con su habitual carácter indómito y propenso al conflicto (su lista de peticiones y quejas a los organizadores siempre era interminable), Bobby Fisher no dudó en calentar el ambiente, quejándose de que el sistema de competición del Mundial favorecía a los soviéticos: “Me han puesto siempre dificultades, pues saben quién les va a derrotar”, dijo. Eran dos mentes superlativas enfrentadas por la corona mundial de esta disciplina en un duelo que se desarrollaría al mejor de 24 partidas.

Pero aquella final de 1972 era mucho más que eso; estaba en juego el honor de las dos superpotencias mundiales. Las semanas previas al comienzo la expectación fue subiendo hasta límites insospechados. “Estados Unidos quiere que vayas y derrotes a los rusos”, le dijo a Fisher el Secretario de Estado norteamericano, Henry Kissinger. El régimen soviético, por su parte, clasificó al genio de Chicago como una amenaza externa a la que había que plantar cara con absoluta prioridad. Para ello, se prepararon extensos informes y se buscó el mejor asesoramiento para Spassky, haciendo del enfrentamiento una cuestión de Estado. Aquel verano, durante siete semanas, el mundo viviría pendiente de un duelo de titanes con fuertes connotaciones políticas.

Como era de esperar, no fue sencillo el acuerdo entre ambas federaciones sobre la sede de la final. La preferida por unos nunca le gustaba a los otros y viceversa. La guerra psicológica entre Estados Unidos y la URSS ya había comenzado. Finalmente, la ciudad elegida fue Reikiavik (Islandia) quien ofreció la más que respetable cantidad de 125.000 dólares para premios de los finalistas. Pero a Bobby Fisher aquella cantidad le parecía escasa y amenazó con no jugar si no se incrementaba la bolsa de premios y se añadía un porcentaje de los derechos de televisión, poniendo en serio peligro la celebración de la final. Tuvo que ser un financiero británico amante del ajedrez, James Slater, quien desbloqueara la situación añadiendo 50.000 libras a la bolsa para los jugadores.

Fisher despidió a su representante y renegó de algunos matices ya acordados y firmados. Nunca estuvo de acuerdo con las condiciones definitivas, y se presentó en Reikiavik diez días tarde –con la inauguración oficial ya celebrada-, por lo que estuvo a punto de ser descalificado. Se cambió la fecha de la primera partida por él y cuando finalmente se presentó no quiso estar presente en el sorteo inicial de colores, en otro gran agravio para el torneo. La Federación Internacional de Ajedrez (FIDE) tuvo que actuar contra sus propias normas para que el encuentro se disputara finalmente. Una nueva conversación personal con Henry Kissinger terminó de convencer a Fisher. Tras disculparse por escrito con Spassky, el 11 de julio comenzaría, por fin, la tan esperada final.

Pero el norteamericano parecía descentrado en la partida inaugural y un error de novato (cambió un alfil por dos peones), dejó en bandeja el primer punto a Spassky. Tras aquella primera derrota Fisher pareció enloquecer y empezó a culpar a todos y a todo de la misma: se quejó del ruido de las cámaras de televisión, de que el público estaba muy cerca, de que las luces se reflejaban en el tablero, del modelo de piezas utilizadas… Pidió una serie de cambios que la organización consideraba inaceptables. Si no las cumplían, amenazó, no se presentaría a la siguiente partida. Los organizadores rechazaron sus peticiones y el norteamericano cumplió la amenaza. Tras una hora de espera, le dieron la partida por perdida. El resultado en ese momento era de 2-0 a favor de Spassky, una ventaja más que considerable ya que el Mundial –a priori muy igualado- lo ganaría quien llegara antes a 12 puntos y medio.


Inesperado golpe de efecto

En las horas siguientes se vivieron escenas surrealistas y momentos de desconcierto ante el rumor de que Bobby Fisher podría abandonar. Se cuenta que reservó asiento en todos los vuelos que salían de Reikiavik, mientras la CIA vigilaba las carreteras para evitar su fuga. Kissinger le lanzó una nueva soflama (“Eres nuestro hombre contra los rojos”), y el genio de Chicago aceptó jugar, no sin antes dar una nueva vuelta a tuerca a la guerra psicológica que había iniciado días atrás. Exigió de nuevo que la tercera partida se celebrara en una sala más pequeña, lejos de las cámaras de televisión y del público.

La Federación Soviética se negó en un principio y pidió la eliminación del aspirante, pero Spassky –todo un caballero- no quería renovar su título sin ganar en el tablero y accedió a la exigencia del americano. A partir de ese momento Fischer estuvo en situación de ventaja psicológica sobre su rival, lo que se reflejaría en las partidas sucesivas. Años después, el ruso reconocería que aquella concesión le había hecho perder el Mundial.

Un Fisher más centrado ganó brillantemente la tercera partida jugando con negras. Después, firmaron tablas en la cuarta y volvió a ganar la quinta, estableciendo la igualdad a 2,5 en el marcador. La sexta partida –maravillosa a decir de los expertos- resultó decisiva para el desarrollo de la contienda. El norteamericano realizó una estrategia paciente, y de forma inapelable fue minando la resistencia de su rival. Cuentan que al terminar la partida el propio Spassky se levantó a aplaudirle.

En la séptima firmaron tablas, pero una nueva victoria de Fisher en la octava partida decantaba la final de manera clara a su favor (5-3). Entonces, los componentes del equipo soviético le acusaron de recurrir a dispositivos electrónicos prohibidos, e incluso de intentar hipnotizar a su rival con la mirada. Llegaron a desmontar las sillas, la mesa y las lámparas en busca de unas pruebas que nunca se encontraron.

Con Spassky derrotado psicológicamente, que el norteamericano ganara el título parecía cuestión de tiempo. Y efectivamente, así fue. Sumó otras tres victorias por una del soviético, y en otras nueve firmaron tablas. El 31 de agosto se iniciaba la partida 21, que fue aplazada después de 40 jugadas; a la mañana siguiente, Spassky comunicaba por teléfono que abandonaba la partida, lo que ponía el marcador en un definitivo 12,5 a 8,5. Bobby Fisher era el nuevo campeón del mundo de ajedrez.


Humillación y gloria

Para la sociedad norteamericana había sido mucho más que una simple victoria deportiva. Sobre un tablero de ajedrez, Estados Unidos había ganado aquella peculiar batalla de la Guerra Fría. “Los rusos han sido aniquilados. Ya se habrán arrepentido de haber empezado a jugar”, dijo Fisher a la BBC con su peculiar arrogancia. A partir de ese momento, se convirtió en un héroe para sus compatriotas al contrario de lo que le ocurrió a Boris Spassky, quien cayó en desgracia por haber sido el primer soviético en perder el título mundial en 24 años… y a manos de un estadounidense, para mayor deshonra. “Si de mí dependiera, irían todos a la cárcel”, dijo Leonidas Breznev, máximo mandatario de la URSS, en referencia al equipo soviético que acudió a aquella final. Inmediatamente, Spassky sería postergado por el establishment deportivo de su país en favor de una nueva promesa, Anatoli Karpov, quien le derrotaría en las semifinales clasificatorias para el Mundial de 1975.

En 1978 llegaría de nuevo hasta la final del Mundial, donde se encontraría con el nuevo “jugador maldito” del ajedrez soviético, el disidente Víktor Korchnoi. Spassky tuvo la desdicha de ser derrotado por Korchnoi, lo que le hizo pasar definitivamente a la “lista negra” de las autoridades soviéticas. Sintiéndose maltratado, se nacionalizó francés en 1984. Jamás se pudo quitar de encima el estigma de aquel enfrentamiento contra Bobby Fisher, una derrota que le marcaría de por vida y tras la cual nunca volvería a ser el jugador dominante que fue, pese a lograr triunfos de mérito como el del prestigioso Torneo Internacional de Linares en 1983, en el que aventajó entre otros grandes maestros a Karpov. A sus 76 años, sigue dando conferencias y jugando partidas simultáneas por todo el mundo, aunque su delicado estado de salud le ha obligado a bajar el ritmo. Pese a todo, siempre será un campeón de leyenda.

Por su parte, Bobby Fischer dijo que iba a jugar muchos torneos y que defendería su título tantas veces como hiciera falta. Pero fiel a su forma de ser –excéntrico e imprevisible-, sencillamente desapareció. Cuando en 1975 tuvo que defender su corona puso una serie de exigencias inaceptables para la FIDE, que le despojó del título y proclamó campeón al aspirante Anatoli Karpov. No volvería a jugar al ajedrez hasta casi dos décadas después, en 1992, cuando disputó un torneo de revancha contra Boris Spassky, al que de nuevo derrotó. El encuentro, organizado por un empresario yugoslavo, se disputó en Sveti Stefan, localidad de la actual Montenegro, y tenía el aliciente de una suculenta bolsa de cinco millones de dólares para los contendientes (3,35 millones para el ganador y 1,65 para el perdedor).

Pero este nuevo enfrentamiento con Spassky le acarrearía importantes problemas con la justicia de su país por haber jugado en suelo yugoslavo, saltándose el veto que Estados Unidos tenía sobre el país balcánico. Además, respondió a la carta de prohibición de su gobierno escupiéndola en público, con lo que pasó en pocas horas de ser héroe a villano para la opinión pública. Aquellos hechos podían acarrearle hasta diez años de cárcel, por lo que jamás regresó a su país. Tras vivir en distintos lugares (Bulgaria, Filipinas, Hungría, Japón…) y pasar ocho meses en prisión en este país asiático por un incidente con su pasaporte, en 2005 se nacionalizó islandés, considerándose un refugiado político. En esta isla se coronó campeón del mundo, y aquí pasaría los últimos años de su vida. No se tendrían noticias suyas hasta 2008, cuando se conoció su fallecimiento a los 64 años de edad a causa de una enfermedad renal. Caprichos del destino, vivió tantos años como casillas tiene un tablero de ajedrez.



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domingo, 27 de octubre de 2013

Honor, maratón y muerte

Una mañana más, como una rutina, bajaron a desayunar al comedor del centro de entrenamiento. De entre el grupo de atletas japoneses -concentrados para preparar los Juegos Olímpicos que nueve meses más tarde se disputarían en México D.F.-, alguien echó en falta a uno de sus compañeros, el maratoniano Kokichi Tsuburaya. Extrañados por el retraso fueron a buscarle a su habitación. Lo que encontraron al abrir la puerta lo recordarían el resto de sus vidas: sangre y muerte… y una nota manuscrita: “No puedo correr más”. Era un héroe nacional y representaba como nadie los valores de honor, orgullo y dignidad tan importantes para el pueblo japonés. Valores que le conducirían a un dramático final.


Japón se encontraba todavía cicatrizando las profundas heridas que había dejado la II Guerra Mundial cuando el Comité Olímpico Internacional designó a Tokio como sede de los Juegos Olímpicos de 1964. Desde aquel momento, los mejores deportistas japoneses empezaron a prepararse a conciencia para honrar a su país en los Juegos “de casa”. También nuestro protagonista, Kokichi Tsubaraya, nacido el 13 de mayo de 1940 en Sukagawa, en la región de Fukushima, miembro de la Fuerza Militar de Autodefensa, y consagrado ya por aquel entonces –pese a su juventud- como uno de los mejores fondistas del país del sol naciente.

Para Japón, aquel evento era mucho más que un desafío deportivo; era una oportunidad ideal para demostrar al mundo entero que podían organizar los mejores Juegos de la historia, y además, que sus deportistas serían capaces de competir de tú a tú con los mejores del planeta. Era, más que un objetivo, una cuestión de honor y de dignidad, valores sobre los que se ha cimentado, una y mil veces, la fortaleza del pueblo japonés.

Japón no lograba una medalla olímpica en atletismo desde Amsterdam´1928, y el joven Tsuburaya estaba dispuesto a romper esa maldición. Participaría en el 10.000 y el maratón, aunque tenía todas las esperanzas depositadas en esta última prueba. El 10.000 lo utilizó como entrenamiento y banco de pruebas para el maratón; pese a ello, terminó en un muy honroso sexto lugar en una carrera ganada por el sioux norteamericano Billy Mills. En la prueba reina del programa atlético los grandes favoritos eran, a priori, Abebe Bikila -el etíope que cuatro años antes pasara a la historia ganando, descalzo, el maratón en los Juegos de Roma´1960-, y el británico Basil Heatley, plusmarquista mundial en ejercicio. Esta vez Bikila correría calzado con unas impolutas zapatillas blancas y con el hándicap de haber sufrido una operación de apendicitis 40 días antes de la prueba.

Pero el etíope hizo buenos los pronósticos y ganó con autoridad, con un tiempo de 2h 12:11, que suponía además un nuevo récord del mundo. Casi cuatro minutos después, hacía su aparición por el túnel de acceso al estadio Olímpico el segundo clasificado, el atleta local Kokichi Tsuburaya. Los 75.000 espectadores que abarrotaban el estadio estallaron en un impresionante grito de júbilo. Sin embargo, la alegría duró poco; apenas unos segundos después entraba el británico Heatley quien, en la vuela final, alcanza y sobrepasa al japonés, completamente reventado, al límite de sus fuerzas. Tsuburaya se retiró de la pista envuelto en una manta, desconsolado, con la sensación de haber sido humillado, mientras el público le aclamaba como a un héroe. 28 años después, Japón conquistaba una nueva presea olímpica en atletismo.

La medalla de bronce llenó de orgullo al pueblo nipón… pero no a nuestro protagonista, profundamente decepcionado por su actuación en los últimos kilómetros de la carrera. En el podio de medallistas, apareció con la mirada perdida, como ausente. "He cometido un error imperdonable ante todo el país, me he confiado demasiado, y sólo obtendré el perdón si gano el oro en México´68", confesaría esa misma noche a su compañero de habitación, el atleta Kenji Kimihara.



Del triunfo a la tragedia

La medalla de bronce en el maratón había disparado además el optimismo en las autoridades japonesas, convencidas de que Tsuburaya podía ser campeón olímpico en México´68. Con este objetivo, la Junta de la Fuerza Militar de Autodefensa, a la cual pertenecía, le diseñan un espartano plan de entrenamiento de cuatro años de duración que, entre otros muchos sacrificios, le obligaba a dejar de ver a su novia durante todo aquel tiempo y le apartó de su familia y amigos. Con disciplina militar, obedeció ciegamente aquella orden superior. Entrenamiento y sólo entrenamiento; viviría aquellos cuatro años por y para una carrera. Además, desde el mismo instante en que el británico Heatley le superara en la recta de meta, el sueño del oro olímpico se había convertido en una obsesión para él. Más incluso que en una obsesión, en una cuestión de honor.

Todo transcurrió según lo previsto hasta el otoño de 1967, apenas un año antes de la cita olímpica. Entonces, debido al impresionante volumen de trabajo realizado, sufrió varias lesiones y enfermedades (entre otras, una lumbalgia aguda) que le llevaron a permanecer ingresado tres meses. Pero cuando dejó el hospital y reanudó los entrenamientos se dio cuenta que su cuerpo ya no era el mismo; sus piernas no asimilaban las duras sesiones, los dolores no cesaban… Intentó recuperar el tiempo perdido, pero todo resultó en vano. Pronto comprendió que ganar el maratón de México era un imposible. Tenía una misión de sus superiores y los japoneses confiaban ciegamente en él; era el símbolo de todo un pueblo, pero él sentía que no podía responder. Y entonces se derrumbó.

En el antiguo Japón, los guerreros samuráis recurrían al harakiri antes de ver su vida deshonrada por un delito o una falta. Para ellos, mejor la muerte que el deshonor. De igual manera pensó Tsuburaya. Aquella mañana del 9 de enero de 1968, al abrir la puerta de su habitación, sus compañeros le encontraron muerto, rodeado de un charco de sangre. Se había seccionado la arteria carótida con la cuchilla de afeitar. En la otra mano sujetaba la medalla de bronce que ganara en los Juegos Olímpicos de Tokio, ante su público, aquella medalla de la que tanto se avergonzó durante largos meses. Y sobre la mesa, una escueta nota manuscrita: “No puedo correr más”. Tenía 27 años. Desde aquel mismo momento, pasó de ser héroe a leyenda. Japón no le olvida. Honor y orgullo llevados hasta las últimas consecuencias. Honor, maratón y muerte.




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sábado, 21 de septiembre de 2013

Ringo Bonavena: sin miedo a nada

Excéntrico, sincero, bromista, fanfarrón, carismático, un tanto infantil… Marcó una época en el mundo del boxeo con un estilo acorde a su personalidad: valiente, rotundo, sin dar nunca un paso atrás. Tenía ansia de gloria y eso le llevó a enfrentarse en 1970, con el título mundial en juego, al más grande entre los grandes, Muhammad Ali, en un combate ya histórico. Cinco años después, moría acribillado por el sicario de un mafioso en las inmediaciones de un prostíbulo en Reno (Nevada). Esta es la historia de la ascensión y caída de Oscar Ringo Bonavena, el hombre que no conocía la palabra miedo.


La pelea se presentaba desigual. David contra Goliat; el púgil más grande de la historia contra el entusiasta aspirante; Cassius Clay -conocido como Muhammad Ali tras su conversión al islamismo- contra Oscar Ringo Bonavena. Aquella noche del 7 de diciembre de 1970, el gélido ambiente exterior contrastaba con el calor que se vivía dentro del Madison Square Garden de Nueva York, el más majestuoso escenario que se podía imaginar para un combate que ponía en juego el título mundial de los pesos pesados. El argentino, fiel a su estilo, no dudó en provocar a su rival los días previos, retándole de manera descarada (“I Kill you!”), y llamándole gallina por no ir a la guerra (“Chicken, chicken, Vietnam”, le decía, pendenciero).

Con las apuestas 10 a 1 en su contra, Bonavena, todo pundonor, llegó a tumbar a Alí y soportó estoicamente 14 rounds en pie antes de ceder en el decimoquinto tras “una muestra de coraje pocas veces vista”, como admitiría, casi sin aliento, el más grande boxeador de todos los tiempos. Ringo le llevó al límite. Todavía se habla de aquel combate en el mundo del boxeo, un combate que paralizó el país argentino. Fue el momento cumbre de la carrera de nuestro protagonista, quien sin llegar a ser nunca campeón del mundo (le tocó enfrentarse a algunos de los más grandes de la historia en los pesos pesados: Muhammad Ali, Joe Frazier, Floyd Patterson, Jimmy Ellis…) dejó una profunda huella por su coraje, su peculiar personalidad, sus ocurrencias y excentricidades.

Su figura trascendió ampliamente el mundo del pugilismo, especialmente en su Argentina natal, donde era mucho más que un ídolo. Porque hay que tener mucha personalidad para ponerse el apodo a sí mismo; un buen día decidió que se haría llamar Ringo, como su admirado Ringo Star. Su trayectoria como boxeador profesional se saldó con 58 peleas ganadas (44 de ellas por KO), 9 perdidas (casi todas contra campeones o ex campeones mundiales norteamericanos) y un empate. Pese a que no pudo derrotarles, siempre plantó cara a los más grandes a base de coraje, pundonor y temeridad, sin miedo a nada. Sería una constante en su vida… y también en su muerte.



Los golpes de la pobreza

Oscar Natalio Bonavena nació el 25 de septiembre de 1942 en el barrio de Boedo (Buenos Aires), robusto, rotundo –más de cuatro kilos de peso-, anunciando ya el poderío que iba a mostrar a lo largo de toda su vida. Fue el octavo hijo de los nueve que tuvieron Vicente Bonavena y Dominga Grillo, cabezas de una familia muy humilde que en ocasiones rozó la pobreza. “Una vez tiré de la cadena y se cayó el depósito, de puro podrido”, recordaría el púgil años después.

Fue un niño “callejero y peleador”, según sus propias palabras. Curiosos fueron sus primeros contactos con el mundo del boxeo, vía Carnaval, siendo todavía un chaval. La pobreza, en este caso, le pudo mostrar el camino: “Siempre me disfrazaban de boxeador porque era lo más barato; desnudo, con un pantaloncito y un par de guantes prestados por un vecino”. Siendo un adolescente su familia se trasladó de barrio, llegando a Parque Patricios, donde se convirtió en un incondicional del Club Atlético Huracán. Dejó pronto la escuela, en sexto grado, y realizó diversos trabajos para ganar algo de dinero: repartidor de pizzas, ayudante en una carnicería, picapedrero…

A los 16 años ya había decidido que su destino estaría en el ring; en 1959, con 17 recién cumplidos, se proclamó campeón amateur de Argentina. A principios de los 60 se inició como boxeador profesional y –tras una derrota en su primer combate- pronto cosechó los primeros éxitos, logrados con un estilo valiente y agresivo, voraz como una fiera. El mismo estilo agresivo, en definitiva, que le jugó una mala pasada en 1963, durante los Juegos Panamericanos, y que a punto estuvo de costarle su carrera profesional. Furioso por la paliza que le estaba propinando el norteamericano Lee Carr, le mordió el pecho en pleno combate.

Fue descalificado y duramente castigado por la Federación Argentina. “Pero yo no era tipo de rendirme –recordaría años después-, y me fui adonde estaban la guita y la gloria, a Estados Unidos”. Viajó casi con lo puesto, acompañado de su hermano José, con unos pocos dólares en el bolsillo y una carta de recomendación del representante Tino Porzio. Pronto destacó en Nueva York por su pegada y capacidad para asimilar golpes, puro coraje. Así fue como cautivó a todos los amantes del boxeo y como consiguió hacer fortuna en este duro deporte. En esta época ya se hacía llamar Ringo.



De la nada a la leyenda

La vida le cambió la noche del 4 de septiembre de 1965, en Buenos Aires, cuando pasó en apenas unos minutos “de la nada a la leyenda”. Se enfrentaba al campeón argentino de los pesos pesados y gran ídolo local, Gregorio Goyo Peralta, quien años atrás había protagonizado un gesto de desprecio hacia un entonces desconocido Bonavena. Herido en su orgullo, se dedicó las semanas previas al combate a provocar a su rival: “Qué me traigan a Peralta, que le arranco la cabeza”, decía quien ya gozaba de una bien merecida fama de fanfarrón. La expectación era máxima en todo el país y el ambiente se caldeó hasta límites insospechados. 25.236 personas abarrotaron el Luna Park; otros muchos se quedaron fuera, sin entrada.

Bonavena subió al ring entre una gran pitada (la mayora del público se había puesto del lado del entonces campeón), y lo abandonó 18 minutos después de comenzado el combate entre una colosal ovación, tras haber derrotado por KO, con un golpe seco y poderoso de izquierda, a Peralta. “No te tomes en serio mis insultos, fueron para promocionar la pelea”, le dijo el nuevo campeón nacional cuando se encontraron en los vestuarios. “Lo único que te pido –le dijo el derrotado- es que seas un campeón en serio, arriba y abajo del ring”.

Como escribió entonces el periodista deportivo Ulises Barrera, autor de numerosas crónicas pugilísticas, “en dieciocho minutos y con un solo golpe, ese boxeador tosco, desmañado, sin técnica, con esos pies planos que le obligan a un andar de oso, pero a puro coraje, pasó del odio al amor, y de la nada a la leyenda”. Días después de su victoria, fue al estadio de Huracán a recibir un homenaje de la hinchada del club de sus amores, con vuelta al campo olímpico incluida. Aquel día nació la famosa copla que le recordaría para siempre: “Somos del barrio / del barrio de La Quema / Somos los hinchas / de Ringo Bonavena.

Bonavena siguió boxeando con éxito en el país de las barras y estrellas, lo que le llevó a verse las caras con frecuencia contra los mejores. Venció al campeón canadiense George Chuvalo, al alemán Mildenberger, y combatió dos veces contra el gran Joe Frazier. En la primera de ellas, en septiembre de 1966, le tumbó en dos ocasiones; sin embargo en la segunda, dos años después, con la corona de los pesos pesados de la World Boxing Association en juego, no tuvo opción alguna. Pero su combate más importante, como ya hemos recordado, tuvo lugar en diciembre de 1970, en el Madison Square Garden de Nueva York, cuando puso en jaque al mito Muhammad Ali.

Desde que empezó su exitosa carrera como boxeador, el dinero entró a borbotones en su cuenta corriente. Tras años de pobreza y privaciones, empezó a desarrollar un gusto irrefrenable por el lujo: una mansión, los coches más exclusivos, suites en los mejores hoteles, relojes de marca, joyas y objetos de oro, una inmensa colección de trajes a medida, puros habanos, los más caros perfumes… Por aquel entonces, Ringo ya estaba casado con Dora Raffo, y tenía dos hijos. Su popularidad era tal que llegó a actuar en tres películas (Los chantas, Pasión dominguera y Muchachos impacientes), e incluso se atrevió a grabar –con entusiasmo infantil, pese a su voz aflautada- una canción de ínfima calidad pero que se convirtió en todo un éxito popular: Pío, Pío, Pá. Era un auténtico ídolo de masas, también fuera del ring. Carismático como ningún otro deportista de la época, supo ganarse el corazón de los argentinos.



Contactos con la mafia

Sincero hasta el extremo, despreocupado, demasiado inocente en ocasiones, su franqueza desmedida -tal como lo pensaba lo decía-, le jugó malas pasadas en la vida, especialmente por denunciar amaños en las peleas. En 1969 dijo haber participado en algunos combates con resultado previamente convenido, y por esas declaraciones (que no eran en absoluto una sorpresa en aquella época) fue boicoteado por una gran mayoría de empresarios de este deporte.

En más de una ocasión criticó duramente al establishment del boxeo, especialmente a algunos organizadores de combates con pocos escrúpulos. “En este último match con Frazier me hicieron saber que iban a sobornar a los jurados para beneficiarme –escribía en 1969 tras pelear con el norteamericano-. Sólo querían que el combate durara los quince rounds para beneficio de los organizadores por las tandas publicitarias de la televisión. Detrás de todo esto se mueve un mundo de apostadores que buscan contactos no muy limpios que les permitan asegurar inversiones”.

Tras haber alcanzado la cúspide en el combate con Muhammad Ali, la carrera de Bonavena pareció entrar en una cuesta abajo, convirtiéndose en un trotamundos del boxeo. A principios de febrero de 1976 -tras una temporada boxeando en su Argentina natal, en Hawai, y en Italia-, regresa a Estados Unidos, en concreto a Nevada, donde tenía firmadas varias peleas con el promotor puertorriqueño José Montano. Pero entonces se cruza en su camino una persona que marcaría de manera decisiva los últimos meses de su vida.

Quiso el destino que Montano vendiera el contrato de Ringo a un hombre de Las Vegas de 53 años, de origen siciliano, relacionado con la mafia, los casinos y la prostitución. Joe Conforte regentaba junto a su esposa Sally el lujoso burdel Mustang Ranch en Reno, Nevada. En aquel insólito lugar disputaría Bonavena su último combate, en febrero de ese año, ante el mediocre boxeador Billy Joiner, al que sólo pudo derrotar por puntos. Aquella pelea dejó muy mal sabor de boca al campeón argentino: “Nunca me sentí tan mal en la vida –le contó entonces a su esposa Dora-. La gente cenaba, se reía y nosotros nos peleábamos; parecía el circo romano. Yo no quiero esto, quiero una pelea grande, en serio, no sé qué carajo hago acá”.



Los últimos días de Bonavena

Llegó a Reno acompañado de un manager, pero pronto rompió con él por desavenencias profesionales. Entonces, firma un nuevo contrasto profesional con Sally Conforte, quien pasaría a ser su manager oficial (su marido no podía serlo al haber estado cinco años en prisión). Ella rondaba los 60 años, tenía sobrepeso y una cojera que le había dejado un accidente automovilístico. Firmaron un contrato por dos años por el que Bonavena recibía 7.000 dólares y se comprometía a pagar el 10% de su bolsa a Conforte; además, Sally le regaló 3.000 dólares de su propio bolsillo. En esos meses le hablaron de pelear contra Muhammed Ali en Guatemala, contra el español Urtain, contra Ken Northon en Las Vegas… pero al final, por un motivo o por otro, ninguno de estos combates llegó a concretarse.

Ringo y Sally se llevaron bien desde el primer día. Pasaban mucho tiempo juntos, se hicieron muy amigos –demasiado, según el boca a boca de la ciudad-, y eso disparó todo tipo de rumores y la ira del mafioso. Y entonces empezaron los problemas. Posiblemente Ringo, el hombre que a nada temía, no calculara bien el riesgo en esta ocasión. Una vez, con motivo de una gran fiesta en el Mustang, le dijo a varios invitados: “Bienvenidos, espero que les guste mi lugar”. Cuando Joe se enteró fue directo hacia él: “Con mi mujer haz lo que quieras, pero no te metas en mi negocio”. Y no hablaba en broma.

Entre el 15 y el 20 de mayo se producen varios incidentes y amenazas entre Ringo y los guardaespaldas de Joe Conforte que ya hacían presagiar lo peor. El boxeador decide regresar a su país y llama a su mujer para anunciarle que el domingo 23 volaría de vuelta a Buenos Aires; “pero me dijo que antes tenía una cosa que arreglar y que no avisara a nadie”. Según reconocería después Dora Raffo, “se le notaba muy preocupado y me rogó para que rezara por él”. Lo que Bonavena quería recuperar era la copia de su contrato.

Con esa finalidad, y tras recibir una llamada al casino donde solía ir a jugar unos dólares, volvió la madrugada del sábado 22 al Mustang Ranch, donde ya tenía prohibida la entrada. Hacia las 6:15 de la mañana caía abatido en las inmediaciones del prostíbulo por los disparos de un fusil que empuñaba Williard Ross Brymer, guardaespaldas y hombre de confianza de Joe Conforte. Una bala le había destrozado el corazón. Brymer –quien tenía un ojo de cristal- solo pasó 15 meses en prisión por este asesinato ya que le condenaron por homicidio involuntario (en el juicio alegó que no tuvo intención de matarle y que sólo pretendía ahuyentarle).

Sea como fuere aquella bala ponía punto y final, a los 33 años, a la vida de Oscar Ringo Bonavena. Días después sería sepultado en el cementerio de Chacarita, en Buenos Aires, entre continuos llantos y muestras de dolor de una multitud. 150.000 personas acompañaron su cuerpo y cubrieron el féretro de claveles rojos. En Argentina sigue siendo todo un mito. La tribuna local del Club Atlético Huracán y una calle de Buenos Aires llevan su nombre como homenaje; además, una estatua de tres metros de altura le recuerda en Parque Patricios, lugar que le vio nacer y soñar. “Somos del barrio / del barrio de La Quema / Somos los hinchas / de Ringo Bonavena”. 37 años después de su muerte, cuando gana Huracán, sigue sonando este cántico en las calles de Parque Patricios.



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